El Mediterráneo es, tanto o más que un mar en cuyas orillas se han dado los ingredientes de la civilización occidental, el espacio geográfico donde otras civilizaciones le han conferido el carácter de crisol en el que se han fundido, y en ocasiones a altos grados de calor, una gran diversidad de razas, religiones y culturas que le confieren la peculiaridad de una deslumbrante variedad.
Desde la ventana a Oriente hasta las costas de la península Ibérica, la ciudad, máximo exponente de la civilización, ha tenido sus glosadores, que permiten sin necesidad de viajar adentrarse en el cuerpo y alma de núcleos urbanos y en virtud de la calidad literaria de sus obras ofrecernos visiones que difícilmente podríamos observar en su integridad pisando su territorio.
Sin atender a tiempos remotos, en nuestros días una ingente producción literaria nos ha permitido penetrar en su esencia. Valga por Lawrence Durrell con su Cuarteto de Alejandría, donde a través de las abigarradas personalidades de Justine, Balthazar, Mountolive y Clea, la ciudad donde el magno macedonio dejó su nombre para la posteridad, nos ofrece los secretos de una carga supercivilizada. De ella Ungaretti dejó unos versos: « Alejandría, te vi / quebradiza sobre tus bases espectrales, / convertirte para mí en recuerdo…» El Cuarteto es una muestra de cómo escritores del pasado siglo han sido capaces de reseñar minuciosamente, en el marco de un diálogo fulgurante, la sorprendente y compleja vida de nuestro tiempo. Esta mezcla de realidad y sueño ha merecido ser comparada con la Roma de Hawthorne y el París de Proust.
Del rincón septentrional del Adriático, Italo Suevo ha diseccionado en el poso triestino para dejarnos la impronta de Trieste, la ciudad a caballo de las mutaciones que le fueron impuestas por su condición de frontera permanente. Su mestiza personalidad, cuyo nombre real era Aron Hector Schmitz, de padre germanohablante de descendencia judía y de madre italiana, dejaron en él una visión que escapaba a las condiciones impuestas por las limitaciones del terruño. El binomio ciudad-literatura ha alcanzado cotas de difícil superación en el Trieste de Joyce o la Venecia de Proust.
Claudio Magris por su parte, otro triestino, creador del concepto político de mittteleuropa, consistente en una Europa Central con predominio alemán, ha dejado huellas indelebles tanto de su ciudad natal, como lo testimoniado en su obra más importante Danubio, un recorrido exhaustivo desde sus fuentes hasta la desembocadura en el mar Negro.
Ohman Panuk nos ha descrito el deslumbrante Estambul y la gran incógnita representada en la actualidad por la pretensión turca de hacerse presente en Occidente y la inercia que la mueve ante las reticencias de la Unión Europea a su integración en ella, a una persistente mirada a su pasado como la potencia más destacada en los tiempos modernos que tiene por signo la media luna. Ya advirtió Huntington en su controvertida obra ¿Choque de civilizaciones? que « la fuente principal de conflicto en este mundo nuevo no a ser primariamente ideológica ni económica. Las grandes decisiones del género humano y la fuente predominante de conflicto van a estar fundamentadas en la diversidad de culturas. […] Los principales conflictos de la política global serán los que surjan entre naciones y grupos pertenecientes a grupos diferentes.» La pregunta es inquietante: ¿Perdurará en Turquía la iniciativa de Kemal Ataturk de abolir la definición oficial religiosa de su país, o los indicios claros de aproximación a Irán hacen pensar en una revisión de cara a la Meca? Lo único cierto es que la historia no ha terminado.
Otro hito literario que tiene por campo de observación el Mediterráneo, entre otros, ha supuesto la obra de Amín Maalouf, recientemente galardonado con el Príncipe de Asturias. Libanés de nación, avatares posteriores le integraron en Francia, donde adquirió sus hábitos, costumbres, comidas, etc, sin desarraigarse de su patria de origen. Su obra, debido al doble bagaje cultural cargado en sus alforjas, le ha permitido elaborar una teoría de la que se deprende que se puede ser fiel a los propios valores sin sentirse acosado por los otros. En resumen, su conclusión es que se puede uno basar en los valores originarios sin verse amenazado por los demás. En Identidades asesinas, obra en la que se entrega a estas reflexiones, cuando se interroga a sí mismo acerca de si se siente más libanés o más francés su respuesta es elocuente: « Lo que me hace ser yo mismo y no otro es que estoy a caballo entre dos países, entre dos o tres lenguas, entre varias tradiciones culturales. Esa es mi identidad…» La obra de Maalouf es vasta pero Identidades asesinas constituye una reinvindicación del ciudadano frente a la tribu. Los españoles tenemos sobrado conocimiento del rencor y la intolerancia encubierta con totémicas pretensiones identitarias.
No puede dejarse de lado el vino como factor aglutinador del Mediterráneo. Jesús Sánchez Adalid, ex juez y ahora párroco de Alanje (Badajoz) es autor de esta salvífica declaración: « Claro que me gusta el vino pero es que no se trata sólo de un elemento placentero, gastronómico, alimentario. Es un hacedor de culturas y eso nos identifica como mundo mediterráneo: con un vino delante nos parecemos mucho a un hombre de Creta, uno de Chipre, de cualquier isla del Egeo, de Francia, Grecia, Italia o Portugal.» Amén.
Dos islas, Sicilia y Mallorca, han merecido la atención de Guiseppe Tomasi Di Lampedusa y los hermanos Llorenç y Miguel Villalonga, respectivamente, a los que ha venido a sumarse este año José Carlos Llop. El Gatopardo, Bearn o la sala de las muñecas, Mis Giacomini y En la ciudad sumergida, este cuarteto de insulares nos han ofrecido desde lo que en el fondo puede definirse como nostalgia por un mundo que se desvaneció, una visión de lo que representa para los hombres nacidos en una isla esta circunstancia. « Una isla — dice José Carlos Llop — es una frontera extraterritorial, un lugar de paso, una zona de aluvión e invasiones y migraciones tan antiguas como los tiempos en que la palabra migración aún no se había inventado.» Se extiende Llop en una reflexión acerca de los continentales que « viven las islas como refugio, como escenario de una aventura, como paisaje donde reconstruir una vida rota, como lugar donde hacer escala y volver a empezar.»
José Carlos Llop, en una rememoranza sentimental de su ciudad, Palma, en la que se hace presente una añoranza destilada por un mundo perdido pero que vale la pena evocar y vivir en él, hace inmersión en el entorno urbano por el que hace pocos años paseaban Robert Graves, que desde su residencia en Deíá acudía con frecuencia a la capital mallorquina para merodear por sus calles y alternar en los cafés; Llorenç Villalonga, atrincherado en la reliquia del café Riskal; Joan Miró, silencioso, con aire monacal, que según Llop nunca frecuentó la barra del cenáculo ilustrado del Bar Formentor pero sí la sastrería donde se hacía los trajes a la medida.
En Mallorca han escrito páginas inolvidables Ruben Darío, Oswaldo Splenger, W.B. Yeats, D.H. Lawrence, Jean Cocteau, Gertrud Stein, Albert Camus, Jorge Luis Borges, Jean Genet…
Un continental de excepción, que después de dar fin a la escritura de La Catira, novela encargada y generosamente retribuida por el gobierno venezolano de Pérez Jiménez con la intención de opacar a Rómulo Gallegos, llegó a Mallorca para instalarse en el barrio de Son Armadans, que propició el título de su revista Papeles de Son Armadans. Cela llegó a Palma a los treinta y nueve años y la abandonó cuando contaba setenta y dos, según Llop « detrás de lo que mi madre llamaría unas malas faldas.»
Los Papeles, tanto o más que su obra, catapultaron a Cela al Nobel y tras ese galardón dio por concluida su vida insular. El adiós no se escribió en Mallorca sino en Madrid y fue Francisco Umbral quien tituló una mordaz crónica Cela: un cadáver exquisito. Llop también recurre en su obra, con la que pretende, y lo logra, rescatar una ciudad que ya no existe, a una elegía a quien con su grandeza literaria y su afán protagónico impregnado de tacos y otras extravagancias, llegó a Palma, vivió y fuese: « Cela murió en enero, que es el mes en que mueren los grandes elefantes de la literatura, como por ejemplo Nabokov o Lezama Lima. Hasta en eso, el calculador Cela supo elegir. La fama, con él, mostró todas sus caras, incluidas las más desagradables. En cuanto a la envidia, nadie puede sentir envidia de un muerto y menos de alguien que murió dos veces: al abandonar su casa de Palma para siempre y cuando dejó de respirar, también para siempre.»
Este mar que muestra ahora las huellas de fatiga propias de quien tanto dio de sí, acosado en Levante por problemas fruto de tanta historia para tan poca geografía, se nos presenta ahora como un reservorio vivo de ciudades sumergidas. Corre el riesgo de convertirse en un parque temático. La pregunta se hace inevitable: ¿La sabiduría acumulada a través de la Historia podrá producir la luz que la revitalice?