El Partido Socialista Obrero Español, si es que en la actualidad tiene vigencia la denominación de la más que centenaria organización política, ha mostrado como peculiar característica la reiterada postergación al ostracismo de sus más preclaros valores en beneficio de discutibles personajes que en otros ámbitos dentro de la sociedad apenas alcanzarían la condición de simples meritorios, entendido este término en su acepción de aprendiz. Para pasmo de propios y ajenos esta es la situación actual.
Vaya por delante que, si como parecen indicar todos los indicios de la España de hoy, la democracia establecida en la Constitución hace inevitable la presencia de los partidos políticos como los canales de la participación popular a través del voto, al margen del secuestro de la voluntad de los españoles en virtud de las apabullantes maquinarias partidistas, que imponen listas férreamente cerradas, lo deseable sería que al frente de las formaciones políticas estuvieran los más capaces. Y no es así. Por lo que afecta al PSOE, la lista de excluidos que en cuarteles de invierno ofrecen el espectáculo de un salón adornado con jarrones chinos, sin otra función más que la contemplativa sin influencia en las decisiones que sus compañeros en funciones de gobierno, toman para operar el gobernalle de la nave del Estado, es larga. Se trata de políticos amortizados.
Son conocidas las críticas, en algunos casos severas, de los excluidos pero en la práctica quedan amortiguadas por la solidaridad automática debida, que en la generalidad de los grandes partidos, se impone como rémora que hace imposible las decisiones en conciencia.
Más que ciudadanos políticos con miras de estadistas, un ojeo somero nos ofrece un panorama de ciudadanos politizados, holgadamente dotados de las artes menores entre las que destacan la astucia y la habilidad para permanecer a costa de «lo que sea.» La frase, acuñada por quien en la actualidad detenta la gobernación del Estado es la muestra más notable de la incapacidad de gestión de la cosa pública. Apremiado por inmediatismos con la exclusiva intención de extraer beneficios electorales, pasan a segundo lugar los intereses que garanticen una continuidad que enlace el pasado histórico, el presente real y el futuro sin hipotecas gravosas para el interés nacional.
Ejemplos históricos de desplazamiento de las figuras de mayor prestigio dentro del Partido Socialista los tenemos en dos figuras que en momentos decisivos fueron apartadas de las grandes decisiones, y entre ellas las de gobernar: Indalecio Prieto y Julián Besteiro. En ambos casos su postergación fue para beneficio de Francisco Largo Caballero, definido mordazmente por Azaña con «el señor Paco el estuquista,» cuando en los albores de la Guerra Civil alcanzó la presidencia del Gobierno.
De entre los posibles dirigentes del Partido Socialista de los años previos a la Guerra Civil, que gozaban de predicamento en sus filas para asumir las máximas responsabilidades de dirección se fue a elegir a Largo Caballero, ensalzado desde el radicalismo extremo del Partido, como el hombre capaz de llegar a la dictadura del proletariado, ritornello con que sin ocultaciones, el aureolado con el pomposo título de Lenin español, esgrimía como bandera desde que después de las elecciones de noviembre de 1933 el centro derecha, constituido por el Partido Radical de Lerroux y la CEDA de Gil Robles, obtuvieron la mayoría parlamentaria. Se hizo caso omiso del resultado electoral, y frente a este hecho de indiscutible legalidad democrática se opuso un doctrinarismo en pugna con la más elemental aritmética parlamentaria.
Al juzgar a Prieto con el debido rigor hay que señalar algún rasgo de su personalidad de signo negativo, tal como su intemperancia ocasional y una desmedida incontinencia verbal. Sin embargo, en el escenario de posibles políticos capaces de corregir el ritmo revolucionario desatado en su propio partido tras la victoria del Frente Popular en las elecciones del 16 de febrero de 1936, figuraba como viable freno a la idea predominante en el ala de su propio partido, que vivía como si estuviera a la vuelta de la esquina el asalto al Palacio de Invierno español.
Prieto fue el auténtico director escénico de la rocambolesca defenestración de Alcalá Zamora de la presidencia de la República, y desde las páginas de su periódico , El Liberal de Bilbao, abogó por la sucesión de Azaña. Fue Largo Caballero, consciente de las dificultades del sector del PSOE que acaudillaba para imponer un candidato propio, quien se limitó a esbozar el rasgo personal y político del futuro presidente. Desde las páginas de Claridad, órgano de su sector, presumiblemente debido a la pluma de Arasquistáin, se sostuvo: « Hay que prescindir del tipo de candidato que está fuera de los partidos y que altivamente se cree colocado por encima de ellos.» Con nombre y apellidos, desde Claridad se sostenía: « Como ejemplos podemos señalar a Miguel de Unamuno y a José Ortega y Gasset, pero después de la probada inutilidad de estos hombres y de otros semejantes para la política, suponemos que nadie pensará seriamente en proponerlos para la presidencia de la República.»
Abundando en la fijación de las características del futuro presidente, el 11 de abril de 1936, Largo Caballero sostenía desde la tribuna del cine Europa de Madrid:
«Un presidente católico desvirtuaría la República y a la vez ésta se desvirtuaría, porque es laica y exige un presidente que así lo sea. Ha de ser un hombre que comprenda claramente los beneficios que puede aportar la socialización de la propiedad para no oponer su veto a lo que acuerden las Cortes en este sentido y que ni por lo más remoto haya condenado el movimiento de octubre, porque de lo contrario no ofrece ninguna garantía.»
También desde las páginas del órgano caballerista se desecharon por «notoriamente inadecuados para representar al socialismo» Julián Besteiro y Fernando de los Ríos. El talante moderado del primero, empeñado inutilmente en impedir que el PSOE se lanzada a aventuras emuladoras de la Revolución Soviética, produjo la desaprobación de los más radicales, a los que se unieron los sindicalistas, que desde las páginas de Solidaridad Obrera expresaban su opinión así: « De socialista sólo tiene el nombre Julián Besteiro, es un témpano de hielo. Es el prototipo del socialismo domesticado que hace falta a la burguesía.»
Como queda dicho, fue Prieto el promotor de la campaña a favor de Azaña, tras la que se perfilaba la no disimulada aspiración a la presidencia del Gobierno desde donde pretendía cumplir una etapa de dirección política de izquierda activa en la que no tuviera cabida ni la violencia ni el desorden. Madariaga ha sostenido que « El plan era excelente tanto desde el punto de vista de su finalidad y métodos como de los hombres para realizarlo, pues Azaña y Prieto constituían un equipo perfecto cuyas cualidades y defectos se complementaban de un modo feliz, y eran ambos demócratas sinceros que ansiaban el bien de la República. Si hubieran logrado salirse con la suya en esta ocasión, es muy posible que Azaña y Prieto hubieran evitado a España la Guerra Civil.» La imposibilidad de esta coyunda dio paso al infantilismo izquierdista que privaría a la República y a España de una gobernabilidad razonable.
El mismo día de la celebración de la elección, en la que resultó electo presidente de la República Azaña en el Palacio de Cristal del Retiro, un vitriólico comentario de Araquistáin, que hablaba en nombre del caballerismo, puso en claro una oculta intención: « Mejor. Así caerá de más alto,» lo que produjo una reacción violenta de Julián Zugazogoitia, visiblemente consternado ante la paradigmática expresión de cinismo.
Para el ala caballerista, predominante en el Partido y en el grupo parlamentario socialista, se planteó la eliminación tanto de Azaña como de Prieto. Al primero eliminándole de la posición ejecutiva de la presidencia del Gobierno, y al segundo negándole apoyo cuando Azaña, elevado ya a la presidencia de la República, pretendiera situar a Prieto en la posición de Primer ministro. Juan Marichal, el exégeta de Azaña, dio cuenta de una entrevista con Luis Araquistáin, en su exilio en París, poco antes de su muerte. Refirió éste la maniobra urdida: « Se empujó a Azaña a la presidencia de la República y cuando éste (como era de esperar) pensó en Prieto para sustituirle a la cabeza del Gobierno, se encontró con un veto absoluto de su propio Partido.» Con aire de contricción concluyó Araquistáin el relato, preguntando: « ¿No le parece a usted que fuimos unos bárbaros?» Cuando Marichal, en 1960, le repitió a Prieto en México estas palabras escuchó este comentario:«Algo de eso sospechaba yo, pero nunca pensé que fueran tan maquiavélicos mis adversarios del Partido.» Sin embargo, no debió sorprender a Prieto la referencia de Marichal, puesto que ya conocía la opinión que Largo Caballero tenía de él: « Para mí Indalecio Prieto nunca fue socialista, hablando con toda propiedad, ni por sus ideas ni por sus actos»; para rematar con una conclusión: « si del Partido se hubiera pasado a las derechas acaso le consideraría un buen amigo.»
El Frente Popular, en el cual los socialistas tenían vara alta, había sido una encerrona para Azaña y un obstáculo para las aspiraciones de Prieto. Ricardo de la Cierva concluirá acerca del episodio: « Mediante la encerrona, la maniobra y el complot de sus interesados amigos extremistas, don Manuel Azaña queda, pues, eliminado escaleras arriba. Porque su influjo positivo y moderador, aherrojado en ese otro permanente palacio de cristal que era la presidencia, necesitaba para ejercerse sobre el país el puente de un jefee de Gobierno poderoso, independiente y adicto.»
En Convulsiones de España, acopio de reflexiones desde su exilio, Prieto se explayará comentando lo que ya era agua pasada incapaz de mover molinos: « Mi posición consistía en afirmar que, para hacer frente a tan críticos momentos, los socialistas debíamos participar en el Gobierno, oponiéndose a ello quienes, como los reunidos en Claridad (Largo y sus fieles), consideraban mi criterio punto menos que traición, pues frustraba el socialismo pleno de España, cuya instauración estaba, según decían, a punto de ocurrir de un momento a otro.»
Claro que para que esa instauración, que se anunciaba como la inminente dictadura del proletariado, tenía que pasar por la provocación de un chispazo que produjera una reacción de la derecha. Lo que no se midió fue la fuerza y arraigo de ésta, y la Guerra Civil fue su consecuencia.
No aprendida la lección, el PSOE, sigue en la ya histórica postura de relegar a sus mejores cabezas a un museo de antigüedades inoperantes Todo ello permite definir a las figuras más destacadas del Partido como una sociedad de irresponsabilidad ilimitada.