Un grumete en el timón de la nave del Estado

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Cuando se escriba con la perspectiva del tiempo reposado acerca del paso de este Gobierno presidido por Rodríguez Zapatero, la definición más cabal será aquella que lo describa como el que puso en almoneda el sentido de Estado y el Estado mismo, para goce instantáneo de beneficios electorales. El problema nos lleva a una interrogante: ¿Se desprenderá el ciudadano común español de los prejuicios que lo atan a la servidumbre de su voto a favor de personajes que no tienen más horizonte que el inmediatismo?

Rodríguez Zapatero se ha tomado en serio, y lo cumple al pie de la letra, lo que el conde de Romanones, con carga excesiva de cinismo y humor, expresó al afirmar que «cuando digo nunca jamás me estoy refiriendo a este momento.» Eso le aconsejaba al conde su experiencia como político de primera línea durante el periodo posterior a la Restauración canovista hasta el pacto mediante el cual entregó la monarquía a Alcalá Zamora en la tarde del 14 de abril de 1931, antes de la puesta de sol, según exigencia conminatoria del que sería el primer presidente de la República.
 
Lo que Romanones practicaba con desparpajo, habituado a saber desenvolverse en las covachuelas políticas de la época, tenía ciertos aires de gracia propios de un político con el trasero pelado como los monos e irradiaban destellos de arte. Todo ello sin estar desprovisto de valor, porque aunque apremiado por unas circunstancias tan difíciles como las que se deban en la tarde del 14 de abril, claudicó con el histórico acuerdo de la inminente partida del Rey hacia un exilio incierto, fue el único español que en las Cortes Constituyentes de la República salió a cuerpo gentil a defender al monarca acusado en ausencia de múltiples indignidades.
 
Por el contrario, Rodríguez Zapatero, desprovisto de las artes, buenas y malas, del viejo zorro señor de la Alcarria, ha utilizado la promesa, sin intención de cumplimiento, como su arma predilecta en una perpetua práctica de crear problemas donde no los había.
Valgan como ejemplo el lanzamiento en paracaídas sin seguridad de que se abriera en el caso del Estatuto de Cataluña «como salga», en una de las demostraciones de irresponsabilidad en la antología de disparates de la política española de todos los tiempos; la aventura temeraria e insensata de la negociación política entre un estado y una banda terrorista; la estratagema engañosa con que trató a Artur Mas y el olvido del cumplimiento de su promesa de permitir su acceso a la presidencia de la Generalitat (A Artur Mas, por cierto habría que recordarle que cuando anunció su promesa ante notario de que nunca pactaría con el Partido Popular, debería haber apostillado, por lo menos en mente, el «nunca jamás» de Romanones); la negativa de una crisis que afrontada a tiempo, sus consecuencias no hubieran llegado al punto límite actual.
 
Ni siquiera quedará de Rodríguez Zapatero el recuerdo de alguna frase ingeniosa que transcienda del nivel de anécdota para elevarse al rango de categoría. Sólo la explotación de la figura del abuelo, víctima de su indecisión a participar de la causa de los sublevados en julio de 1936 o sumarse a los mineros que había contribuido a reprimir tras la insurrección socialista de Asturias en octubre de 1934. La Ley de Memoria Histórica, debida a su iniciativa, constituye una apropiación indebida para beneficio propio, de lo que los españoles de aquella época dirimieron en la descomunal bronca de la guerra civil. Sacar a relucir aquel drama es toda una falta de respeto a las víctimas de unos días que la ley de amnistía de la transición pretendió borrar.
 
El Maquiavelo de León, título excesivamente laudatorio porque equipara la fineza del florentino con las ocurrencias del chico de Valladolid reencauchutado en León, que no ha llegado siquiera al nivel de creatividad con que Romanones se curó del cabreo que le llevaría a pronunciar su famoso ¡qué tropa, joder, qué tropa!. La frase se originó cuando el conde fue propuesto para ocupar un sillón de la Real Academia. Siguiendo una costumbre instalada en los hábitos para tal ocasión, Romanones visitó a cada uno de los miembros de la docta Institución requiriendo de ellos el apoyo a su candidatura y dio por descontada su elección. Al concluir la votación, el secretario del conde se sinceró y le comunicó una mala noticia: «no hemos salido.» La perplejidad del frustrado académico fue mayúscula y tras preguntar cuántos votos había obtenido, la respuesta fue rotunda: ¡Ninguno! Aquí se produjo el parto de la frase pronunciada al constatar el traspiés: «¡Qué tropa, joder, qué tropa!»
 
Un parangón, salvando las distancias de lugar, tiempo y circunstancias personales, podría establecerse ante un hipotético voto de censura propuesto por Rajoy en el Congreso de los Diputados. Echando a volar la imaginación, por demás nada descartable, podría en tal caso producirse una desbandada en las filas del PSOE con el obligado mutis por el foro de Rodríguez Zapatero. Ante el quebrantamiento de la adhesión de su correligionarios se repetiría la historia dando ocasión a otro ¡joder qué tropa!. Esa situación podría constituir el principio de regeneración del Partido Socialista después de la travesía tormentosa en la que la organización fundada por Pablo Iglesias, ha estado a punto de zozobrar gobernado el timón por un grumete.

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