Sin que un piquete de alabarderos hiciera el menor asomo en defensa de la Monarquía, el 14 de abril de 1931, a consecuencia de unas elecciones municipales celebradas dos días antes, se derrumbó, sin estrépito y casi sin dolientes, la institución milenaria nacida en la cornisa cantábrica para recuperación de la España perdida tras la invasión musulmana.
La concatenación de crisis, que tuvieron su desenlace con la proclamación de la II República, sin necesidad de ir más lejos, se había iniciado con el agotamiento de los partidos políticos, incapaces de hacer frente a las graves circunstancias que culminaron con el desastre de Annual y la endémica situación en Cataluña, azotada por el terrorismo anarquista, y la no menos violenta respuesta del pistolerismo auspiciado por la patronal a través del Sindicato Libre.
El golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923 del general Primo de Rivera con la intención de poner orden, permite plantear la pregunta: ¿Sirvió al rey o preparó su mortaja? La aceptación del monarca, con amplia aquiescencia de la sociedad española del hecho consumado, que interrumpía la constitución de 1876, fue el acta de defunción anticipada de la propia Monarquía.
El 12 de abril de 1931 se celebraron elecciones municipales en España que no tenían otro objeto más que renovar Concejales en todo el país, y por una serie de circunstancias se modificó el sentido de la convocatoria y se convirtieron en un plebiscito con dos opciones: monarquía o república. Aunque el resultado en su conjunto fue favorable a los monárquicos, que ganaron las elecciones con 22.150 concejales contra 5.875, lo esencial fue que en todas las ciudades más importantes de España había obtenido un triunfo homologable al obtenido en Madrid.
Sin embargo, este resultado, en el ánimo de los más destacados republicanos no era previsible la vorágine con que se desarrollaron los acontecimientos. Fernando de los Ríos, por ejemplo, paseando, fatigado y silencioso, ya anochecido, por el paseo de Recoletos, afirmó a Miguel Maura y a Largo Caballero: «El triunfo de hoy nos permite acceder a las elecciones generales, que se celebrarán en octubre, y entonces, el éxito, si es como el de hoy, puede traernos la República.»
Pero un estado de aletargamiento entre los monárquicos, que alcanzaba hasta el propio Alfonso XIII, permitió que una serie de incidentes provocaran, en desenfrenada concatenación, la caída de la institución. Hay mucho de cierto en la opinión de que la República la trajeron los monárquicos y la frustraron los republicanos, pero esto último estaba muy lejos. Lo cierto es que, como afirmó el almirante Aznar, jefe del último gobierno de la Monarquía, España se había acostado monárquica y despertado republicana.
El penúltimo acto anterior a la proclamación de la República, se desarrolló en el domicilio de Gregorio Marañón la tarde del 14 de abril. Los personajes de aquella escena fueron el conde de Romanones y Alcalá Zamora, en su condición este de presidente de un Gobierno Provisional de la República. Después de preguntarle al conde de que oído escuchaba mejor, le dijo de sopetón: «Ya se ha proclamado la República en Eibar, en Vergara, en Zaragoza, en Valencia, en Sevilla y en Oviedo. Los gobernadores civiles se comunicaron conmigo y no con vuestro gobierno. La Monarquía ha perdido la batalla.» Cuando, en respuesta, Romanones preguntó acerca de una posible solución, Alcalá Zamora, crecido, la ofreció: «La marcha rápidamente del Rey.» Y ante el forcejeo del conde tratando de demorar el desenlace, recibió la tajante respuesta: «La República se proclamará antes de que se ponga el sol y, para entonces, Don Alfonso debe haber resignado el poder ante el Consejo de Ministros.»
El presidente del Gobierno Provisional de la República juega seguro: cuenta ya con el apoyo tácito del general Sanjurjo, director general de la Guardia Civil, renuente a enfrentar la situación por medios represivos.
Cuando acude Romanones a dar cuanta al Rey de la entrevista, en pocas palabras describe el fracaso, y dice: «No hay nada que hacer, Señor.» La Monarquía cedió antes de la puesta del sol. El Rey partió aquella tarde, y el resto de la familia real lo hizo al día siguiente. Cuando Alfonso XIII pronunció la frase de rigor: «El Conseja ha terminado», había concluido algo más: una época.
Miguel Maura, que sería el artífice de la conducción de los miembros del Gobierno Provisional hacia el ministerio de la Gobernación en la Puerta del Sol, desde cuyo balcón principal se hizo la histórica proclamación el 14 de abril de 1931, diría cuando reconstruyó aquellos acontecimientos: «No hemos arrebatado el poder: lo hemos recogido del arroyo donde estaba.»
La fractura en que se debatía España en aquellos días tiene un exponente en las posiciones adoptadas por dos vástagos de un prominente político de la Restauración tardía: Antonio Maura. Gabriel, duque de Maura, que había rehusado a ser ministro en diversas ocasiones, aceptó la cartera de Trabajo en el último gobierno de la Monarquía, presidido por el almirante Aznar, y en presagio de hundimiento, aclaró su decisión: «.. yo voy a Trabajo. Siempre había pronosticado que mi carrera política terminaría acompañando a la Corona al cementerio. Lo que no sé es si después de la conducción saldremos por la puerta o por la ventana.»
Miguel Maura, que había proclamado su conversión republicana, no aceptó la mediación de su hermano mayor, Honorio, transmisor del deseo de Alfonso XIII para que reconsiderara su postura. Ya era tarde. A Gabriel Maura, como para dar cumplimiento a su predicción sepulturera, le correspondió redactar el último mensaje que el Rey dirigió a la nación.
Alejandro Lerroux, en Mis Memorias, dejaría escrito: «En resumidas cuentas, lo que sucedió en abril de 1931 no fue un triunfo de una conspiración republicana sino que la Monarquía tuvo miedo y se marchó. La Monarquía y la República no lucharon frente a frente. Se miraron, se saludaron y se volvieron la espalda.»