Aunque carecía de soporte documental que lo acreditara, Juan Pérez, a falta de otro título, declaraba a quien quisiera oírle, ser el español 4.000.001 en paro forzoso. Aquella mañana de febrero, gélida como el augurio de su futuro, después de cobrar los cuatrocientos euros con que la generosidad gubernamental retribuía a la famélica legión en ciernes, lejos de hundirse en la depresión, sintiéndose contagiado de optimismo antropológico, palpó literalmente la fresca paga y farfulló un comentario acerca de su situación: «Madrid—se dijo— es pueblo demasiado grande para tan poco dinero. Tanto da este capital como ninguno.»
Y dicho y dispuesto a hacerlo decidió darle curso a tan exigua paga. Como no carecía de aficiones literarias enfiló sus pasos al Café Gijón. Pegado al ventanal que ofrecía la vista de la arboleda invernal de Recoletos, se entregó a cavilaciones acerca de un relato que, justamente, llevaba en un bolsillo, y que contenía la rememoranza de unos amoríos. Así decía:
«La última vez que vi a Teresa fue hace tanto tiempo que las imágenes de aquel encuentro se habrían desvanecido de mi memoria de no ser porque marcó el principio de una serie de acontecimientos que marcarían con caracteres indelebles mi vida.
»Treinta años después he vuelto al escenario de la ceremonia de nuestro adiós, y el banco de piedra bajo el magnolio todavía estaba allí, rodeado de la hojarasca que delataba el abandono de aquel lugar, testigo de la fuga de mi adolescencia en busca del tiempo venidero. Sólo el depósito de heces fecales que los ruiseñores han ido depositando sobre la piedra, cuando se extasían libando el néctar de las flores del árbol que les sirve de cobijo, han modificado el lugar. El resto ahí ha quedado como testigo fósil de otra era.»
Sobre las últimas palabras del texto de su propia cosecha, pensó que aquello fue un vaticinio de futuros infortunios. Recordó que cuando le comentó a un amigo la desolación del escenario bajo el magnolio, agregó como coletilla: «Está visto que éste no es mi año.» El amigo, testigo del descenso de Juan Pérez, le corrigió con una apostilla: «¿Tu año? Dirás tu siglo, pero tú tranquilo, que no estás sólo en la desgracia.»
Sumido en penosa cavilación llegó a la conclusión de dar alivio a sus males regalándose una comida digna de mejores tiempos. Pensó que el trance sería pasajero y le condujo a ello la observación de algún brote verde que asomaba en los plátanos del paseo.
Por su magín hizo desfilar los restaurantes que en otros tiempos había frecuentado y no acababa de decidirse porque, pensaba, ninguno estaba a la altura del festín que se programaba. Tenía que decidirse por alguno consagrado por los más encumbrados críticos del buen yantar madrileño. De repente, recordó que en una guía que había pasado por sus manos, de la Cofradía de la buena mesa, el Horcher era acreedor de elogiosos comentarios. Hacia allá dirigió sus pasos.
Como el día había sido desapacible no encontró dificultad en ser admitido sin reserva previa. La inclemencia del clima no propicia el abandono del calor hogareño. Sólo tuvo que pasar por el requisito de una mirada del maître, que lo midió observándole de la quilla a la perilla, como dicen los nautas, y aceptado en el salón le fue asignada una mesa para dos personas desde la cual le era permitido una observación panorámica del ambiente, lo que le llevó a recordar lo poco que conocía acerca de la historia del Restaurante Horcher.
Fue fundado en Berlín a principios del siglo XX. A mediados de la Segunda Guerra Mundial, herr Gustav Horcher, su propietario, a través de los comensales que se deleitaban en sus mesas, tenía claro que la guerra no iba tan bien como el doctor Goebels se encargaba de difundir. Producto de la mezcla de euforia y franqueza que propicia una reunión enaltecida con buenos caldos, había llegado a sus oídos la frase que como ritornello circulaba en los medios enterados de la situación real: «Gozad de la guerra; la paz será terrible», premonición del trágico hundimiento del III Reich. Guiado por esa convicción, herr Horcher levantó el vuelo en Berlín y aterrizó en el Madrid de la postguerra española, donde instaló sus fogones.
Aunque nuestro amigo estaba dispuesto a ordenar un pedido que enmascarara la socialización de las carencias, tuvo buen cuidado en atender la oferta sin pasarse del dispendio que le permitía la situación. Seleccionó un rioja, que aunque notable, no le expusiera a la bancarrota: un Prado Enea del 96 que permitió al somelier decirle: «El señor ha hecho una gran elección.»
Junto a su mesa, cuatro comensales, que por la familiaridad con que eran tratados, delataban su condición de asiduos, atendían las recomendaciones que se les proponían. Después de ordenar, se enzarzaron en comentarios de exquisita naturaleza gastronómica. Con la oreja pegada, Juan Pérez dedujo a través de la conversación que eran Señorías que en un receso tras una jornada agotadora en el Congreso, se entregaban al goce de compartir mesa y manteles. Tenían claro que con los pantalones puestos, no existe mayor goce que el que proporciona saborear un buen plato.
Uno de los cuatro vecinos de mesa hizo a sus compañeros una observación: «Lástima que no nos ofrecieron Faisán, porque es mi plato favorito.» «Déjate estar de faisanes, que ya tenemos bastante con el de Irún», puntualizó otro. Y para Juan Pérez, sin discernir acerca de la posición política de sus vecinos, la palabra “¡Faisán! fue todo un revulsivo, porque a pesar de su situación al borde de la marginalidad, también sacaba a relucir de vez en cuando su corazoncito patriótico.
«¡Cojones! ¡Faisán!», dijo casi para sus afueras, porque en Horcher, caso excepcional en Madrid, es de los pocos restaurantes donde se habla bajito, sin necesidad de que algún letrero, como en algunas tabernas, conmine a la clientela con un «¡No griten, coño!».
Una serie de ingredientes, al unirse en la olla en que se iba convirtiendo la cabeza de Juan Pérez, necesitaban sólo una chispa para producir la explosión. La asociación concatenada de ideas que evocaban el faisán; el restaurante nacido en Berlín; la repentina imagen del Reichstag de la capital alemana en los años treinta, pasto de las llamas por obra de un desempleado; la proximidad del Congreso de los Diputados; la comparación entre la opulenta jubilación con que eran premiados Sus Señorías y la condena tácita a la indigencia que vivía en carne propia; todo ello estalló en una decisión: el Congreso debe arder.
Tratando de poner orden en su cabeza para llevar a efecto tan importante decisión, se entregó a una evaluación de los medios a su alcance para prender la llama purificadora. Echando mano de recursos, acudió a su mente el par de botellas de orujo gallego de destilación casera no sujeto a la regulación que establece un tope en la graduación alcohólica. Aunque bien pensado, a pesar del potencial ignífero, era escuálido recurso para la transcendental operación. Desechada. Y así se fue devanando el cacúmen hasta llegar a la conclusión de que la operación requería toda una minuciosa preparación logística. Por el momento se consoló con haber decidido como necesario el fuego purificador que diera paso a otra era.
Como movido por un resorte incontrolado, salió de Horcher y sus pasos le condujeron hasta el Hotel Palace, el punto más destacado de observación de su aplazado proyecto. Se paseó por la rotonda y se percató de la presencia en sillones y bancos de Señorías que, indiferentes a su presencia, se prodigaban amistosas señales de coincidencia. No sabían —pensó— que en días no muy lejanos serían pasto de las llamas.
¿Persistiría Juan Pérez en otra ocasión en su proyecto de convertir el Congreso en pavesas? La verdad es que da para otro capítulo. Desde los escalones que dan acceso al Palace, contemplaba los leones y se le antojaban ángeles custodios de los padres de la Patria. Se sumió en profundas dudas: su Weltanschauung pasaba a revisión.