Un taxi vacío se detiene ante el Palacio de la Moncloa. De su interior desciende un hombre: José Luis Rodríguez Zapatero. Sustitúyase La Moncloa por Downing Street, y José Luis Rodríguez Zapatero por Clement Atlee, y tenemos lo que Winston Churchill dejó escrito tratando de definir la vacuidad del político laborista que le sustituyó como premier de la Gran Bretaña tras las elecciones generales que el líder británico perdió luego de haber sido el artífice de la victoria frente a Alemania.
Este verano de 2010 nos ofrece el paradigma de un vacío rellenado de humo con la vana pretensión de ocultar lo que está a la vista: una reiterada manifestación de impotencia de un Gobierno que se desdice a cada paso de sus propias ocurrencias.
Para consuelo de lectores de los papeles diarios, este agosto pasará a la historia como aquel en que no hicieron falta sus sacamantecas ni serpientes de verano y otras amenidades de este jaez, que en otras ocasiones se proponían para paliar el tedio propio de la canícula estival. Sin embargo, para ocultar problemas de mayor enjundia, la visita fugaz e insulsa de la primera dama de los Estados Unidos, ha venido a suplir aquellos recursos de rancio abolengo hispano.
La señora Obama y el repertorio entre lo folklórico y lo banal con que se le ha atendido, ha servido para solaz de los ciudadanos y desconsuelo del Gobierno. Para los primeros porque en este tinglado de la antigua farsa ha servido para que las plumas más cáusticas del reino encontraran materia prima para demostrar su hilarante y destilado humor. Para el Gobierno, en cambio, ha constituido un serie revés, porque el obstinado presidente Obama, no se ha prestado a representar el papel que se le asignaba en la puesta en escena de la conjunción astral vaticinada por la ilustre arúspice que ilumina la era del Maquiavelo de León.
Liberada la atmósfera por las tormentas de verano, se avizora un otoño en que los recursos a las grandes frases con que Rodríguez Zapatero ha tratado de demostrarnos la eficacia de sus recetas para enfrentar los problemas que nos acosan, se nos ofrecen como remedios de corto recorrido.
Dos frases de su cosecha, para esculpir en piedra como recuerdo para las futuras generaciones de españolitos, «como sea» y «os daré lo que me pidáis», y otra fruto de la lucidez de una de sus ministras, «el dinero público no es de nadie», han agotado sus propiedades balsámicas, no dan más de sí.
En este ceremonia de la confusión con que nos sorprende en ocasiones, no sería descartable que en un alarde de creatividad, o en homologación al ilustre florentino, el señor Presidente recurra al gran instrumento de la gobernanza, que es el Boletín Oficial del Estado y por decreto sentencie: «A tomar viento los abanicos que se acabó el verano». Entraremos entonces en una realidad amenazante que como entremés nos servirá una huelga general, si no media apaño en moneda de curso legal.
Este patio de Monipodio en que se ha convertido España, con experiencia holgada para sentar cátedra en materia de picaresca, nos permite contemplar sin el menor rictus que delate en nuestros rostros el menor asombro, cualquier pirueta a cargo del personaje de turno en el carrusel de feria al que asistimos pendientes del animador que nos anuncie el más difícil todavía. En el circo nacional que iniciará temporada las próximas semanas, no hará falta la mujer barbuda, el hombre bala o encantador de serpientes. Si observamos nuestro entorno tenemos números mejores para garantizar el éxito del espectáculo. Por donde se quiera mirar está a la vuelta de la esquina, procedente del norte el actor que, dotado de ingenio, para reclamar un AVE se subirá a un taxi en Barajas para dirigirse a La Moncloa, y en la escalinata de palacio entregará al señor Presidente el habitual obsequio con que trata de forzar el cumplimiento de una promesa.
Ni mi reino por un caballo, ni París bien vale una misa. ¡Un AVE por dos docenas de latas de anchoa de Santoña! Y para ganar el pulso, otras tantas de ventresca de bonito. Pasen, señores, y vean.