En la representación de "Tannhäuser" de Wagner

Gran fiesta de la voluptuosidad en el Teatro Real de Madrid

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Por una vez hasta los telediarios han hablado de ópera. Pero sólo porque les importa el morbillo con que excitar a las buenas gentes: la puesta en escena de Tannhäuser de Wagner, efectuada en el Teatro Real de Madrid por el británico Ian Judge y con la participación de grandes voces wagnerianas como Peter Seifert y Lioba Braun, comporta, damas y caballeros, escandalosas escenas de sexo colectivo.

Debo confesarles que mi temor era grande al entrar en el Real. Temía encontrarme con alguna de tantas astracanadas “modernosas” en las que, so (pre)texto de (de)construcción  y (des)dramatización, es el arte sin más lo que queda deconstruido, es decir, destruido. Temblaba pensando, por ejemplo, en las mamarrachadas de un Calixto Bieito (esperma, vómitos, orina… en escena). Pero no, es todo lo contrario lo que ocurre aquí.

Envuelto en la música voluptuosa, hipnotizante, de Wagner; esa música, decía Baudelaire, en la que “hay algo de arrebatado y arrebatador, algo que aspira a ascender más arriba”... o descender más abajo,  añado por mi parte; envuelto en esa música que te llega hasta las entrañas y desciende hasta las hondonadas más profundas del ser, se despliega en Tannhäuser un dilema demasiado bien conocido, por desgracia : el enfrentamiento entre el “amor puro y casto” y el “amor voluptuoso y carnal”.

Al principio, y en particular en la famosa Obertura, desarrollada a telón alzado, es el amor voluptuoso el que triunfa de forma clamorosa.  El caballero Tannhäuser, retirado en la montaña donde mora Venus, se ha convertido en el amante gozoso de la diosa. (Lo cual es tanto como proclamar que el amor sensual es cosa divina, sagrada; a través  de él es como si los mortales compartieran algo que es propio de los inmortales.)

Conviven con Venus bacantes, ninfas y sátiros que irán despojándose de sus vestiduras —rojas como la luz que empapa la escena— hasta que las bacantes y ninfas queden envueltas en insinuantes corsés y ligueros que tampoco tardarán mucho en caer. Exhibirán entonces tanto ellas como ellos la gloriosa desnudez de los cuerpos que se entrelazarán, esplendorosos, en una multitudinaria orgía.

¡Y en medio de todo ello la música!… En medio no: llevándolo, embriagándolo todo, la dionisíaca música (¡cómo debía Nietzsche de gozar aquí, todavía aquí!). Sin la música y el canto, sin la escenificación y la coreografía, sin la obra toda —sin “la obra de arte total” que anhelaba Wagner—, la bacanal se quedaría en un simple acoplamiento, anodino y vulgar —“pornográfico”— como ésos en los que tanto se complace un Bieito.

Ahí está toda la diferencia —la siempre buscada diferencia entre “erotismo” y “pornografía”, entre belleza carnal y vulgaridad carnosa. Una de dos: o la carne se queda reducida a mera carne, a vulgar materia; o a través de su expresión artística y gloriosa se está haciendo sentir otra cosa: el gran estremecimiento que se juega cuando los humanos, acercándose a lo que en otros tiempos se tenía por divino, se entrelazan entre sí y parten en éxtasis —como parten en la Obertura los grandes crescendos de la orquesta— hasta llegar a los más remotos confines.

El amor puro y casto

Todo ello, sin embargo, sólo configura uno de los dos ejes de la obra. El otro es el  opuesto. En él, el arrebato, el éxtasis, el extravío dejan de dominar. Hasta parecen ser vencidos por cuanto a ellos se opone.

¿Por qué el caballero Tannhäuser, pese a la denodada insistencia de Venus, abandona de pronto a su amante? En realidad no queda claro. Sí, por supuesto, lo hace movido por el arrepentimiento que, de pronto, le causan los “pecados” cometidos en el lecho de la diosa. Pero su culpabilidad —y su peregrinación a Roma, donde irá a implorar un perdón que el papa, en primera instancia, le denegará— sólo estalla al descubrir el “amor puro” de otra mujer: Elisabeth. Antes, durante el torneo en el que los cantores debaten sobre la esencia del amor, el héroe aún se opondrá vigorosamente a todos sus contrincantes. Frente a quienes definen el amor como “expresión de castidad”, Tannhäuser proclamará vigorosamente que la naturaleza del amor es sensual (“nada es el amor que no se puede saborear y tocar”) para caer fulminado un instante después ante el amor puro de Elisabeth y marcharse como penitente tras los peregrinos que van a Roma.

Es constante la ambigüedad de Wagner respecto a la idea central de su ópera: el triunfo final del amor casto. No sólo por lo ya dicho; no sólo porque, al regresar de Roma, Tannhäuser intentará volver, aunque no lo consiga, a los brazos de la diosa (que reaparece en escena rodeada de desnudos sátiros y ninfas). La ambigüedad de Wagner procede de algo más fundamental aún. La oposición entre las ideas que pregonan la castidad y la música que despliega la voluptuosidad; la contradicción entre lo formalmente alegado y lo dionisíacamente musicado-cantado es tal que no hay quien pueda creerse que lo que aquí se está defendiendo es la parodia triste del amor. Parsifal y lo que implica esta última ópera de Wagner —la que haría fulminar a Nietzsche— aún tardarán treinta y siete años en llegar.

El que hoy haya podido llegar semejante puesta en escena; el que ésta —inimaginable no hace aún demasiados años— sea recibida por la inmensa mayoría del público (hasta la reina estaba en el estreno) con atronadores vítores y aplausos, pero como una cosa normal, como algo en lo que nadie ve el menor motivo de escándalo: todo ello implica otra cuestión. Por desventurados que sean los tiempos que corren, existe al menos un ámbito en el que los hombres y mujeres de hoy podemos reconciliarnos con nuestros tiempos y hasta sentirnos orgullosos de ellos.

 

  

  Ficha técnica:
- Director musical: Jesús López Cobos.
- Director de escena: Ian Judge.
- Principales intérpretes: Peter Seiffert, Christian Gerhaher, Petra Maria Schnitzer y Lioba Braun.
- Representaciones efectuadas en el Teatro Real de Madrid d
el 13 de marzo al 2 de abril de 2009, con localidades agotadas desde varias semanas antes del estreno.

 

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