“El Banco Mundial es una herramienta de los ricos”. Lo sabíamos. Pero no deja de sorprender el aserto anarquizante en boca de tan respetables figuras del establishment bienpensante como son Mario Soares, ex presidente de la República portuguesa, o Federico Mayor Zaragoza, ex presidente de la UNESCO entre otras cosas. En una reciente entrevista promocional del libro que firman al alimón (“Un diálogo ibérico en el marco europeo y mundial”), ambos se caen de sus respectivos guindos para anatemizar el error de construir la globalización sobre normas eminentemente comerciales en lugar de hacerlo sobre los “principios democráticos”. Principios que inmediatamente vienen a identificar con los conceptos básicos de la bonhomía universal: la justicia, la equidad, la libertad, la igualdad y la frater… quiero decir, la solidaridad.
Llegan tarde. Las grandes empresas invierten ya millones en promover la nueva moda de la RSC (Reputación Social Corporativa), que simula con desigual convicción un intento del capitalismo por dotarse de un semblante más humano. Cosas veredes… Según lo publicado por una de las primeras firmas bancarias españolas en Internet, la RSC se fundamenta en los valores universales de la ética, el buen gobierno, la responsabilidad social, el desarrollo sostenible, el liderazgo y la importancia de las personas. Sin grandes fastos, ¿eh?; todo ello muy evanescente, muy light, muy del gusto democrático.
Claro que no es necesario contentarse con planteamientos tan ignarios de la cuestión de fondo: la insostenibilidad de nuestro estilo de vida occidental. También durante este mes de mayo prolijo en disidencias, aunque mucho más en serio, Heleno Saña, ese admirable filósofo español en tierras germanas, reflexionaba desde su sección habitual en la revista La Clave: “Una sociedad que se acostumbra a prescindir de todo precepto moral no puede generar más que caos, injusticia y lucha encarnizada de todos contra todos”. Completando su argumentación, los buenos sentimientos (sic) y la conducta recta son verdaderos obstáculos para el triunfo final del homo oeconomicus, ese modelo perfectamente equilibrado de individuo pivotante entre sus funciones de consumidor y productor. Aisladas las causas, se desvelan con mayor propiedad los efectos: “Donde esto acontece [la pérdida de la conciencia moral] el hombre está condenado a vivir en estado más o menos permanente de desasosiego, insatisfacción y miedo, reflejo subjetivo o interior de la enemistad que reina en el ámbito objetivo o externo, enemistad que el sistema sublima con el nombre de competencia”.
(Es ésta una cita que elegimos por su calidad de recientemente publicada –actualidad obliga-, pues la obra completa de Heleno Saña está salpicada de certeras reflexiones del mismo tenor).
¿Cosas de filósofos? Sin duda. Pero ya no sólo de ellos. El profesor de Psiocología Iñaki Piñuel declaraba a El País el pasado 6 de mayo: “Se suele admirar la riqueza, el poder y la fama, pero estos rasgos externos no son los que proporcionan la verdadera felicidad”. Compartiendo página, su colega Empar Pérez apostillaba que “la gran paradoja de la ambición es que nunca deja satisfecho: por muy increíbles que sean los resultados siempre quieres más”. ¿Cosas, entonces, por ampliar un poco más el foco, de las disciplinas humanísticas? Pues… tampoco acaba ahí la cosa.
El director de The Australia Institute, Clive Hamilton, decía en el mismo medio el pasado 13 de mayo: “El crecimiento económico se sustenta gracias a la insatisfacción de la sociedad”. La afirmación tiene dos interpretaciones complementarias.
Una: para que esas dos “ciencias primeras” de la sociedad contemporánea que son el marketing y la publicidad tengan el éxito que demandan las gigantescas inversiones que las empresas dedican a sus respectivos departamentos, se requiere de una sociedad eternamente insatisfecha. Sólo en ese entorno de eterno descontento sus promesas de obtención de la felicidad a través del consumo se renueven día a día. Si llegásemos por ventura a quedar satisfechos con lo que ya poseemos, los técnicos contratados en ambas divisiones y en todas las empresas pasarían sin demora a engrosar las listas del paro.
La otra: lejos de promover un buen número de las cosas que verdaderamente nos hacen felices, el crecimiento económico las destruye para sustituirlas por otras que poseen la propiedad inherente de engendrar un malestar profundo en nuestra cultura. Hamilton se toma la molestia de enumerar algunos de estos ineficaces placebos: fomento de un consumo vacuo, degradación de la naturaleza o fomento de relaciones personales individualistas y competitivas. “¿Qué es preferible –se pregunta finalmente- potenciar una sociedad materialmente rica e infeliz o iniciar el cambio hacia una más austera pera también más plena?”
A pesar de las apariencias es ésta una cuestión tan vieja, al menos, como el pensamiento griego. La sola novedad radica, tal vez, en que parezca minar ahora alguna de las sólidas certidumbres en que se sustenta el mundo de la empresa y los negocios. Sabemos que, en estos tiempos extraños de férula economicista, no hay idea carente del marchamo de respetabilidad que otorga el pensamiento único que no se vea a su vez irremisiblemente condenada a la marginalidad más lucífuga. ¿Estaremos ante una moda pasajera? Muy probablemente. Pero, también, su sola presencia podría ser el pequeño fragmento de una pauta mucho más amplia. El primer paso para dar entidad ontológica a las cosas, “existencia” en una palabra, es acertar a nombrarlas. Ya tenemos un principio.