En 1991 la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó el 3 de mayo como Día Mundial de la Libertad de Prensa. Hoy, 33 años después, ya sabemos de sobra que celebrar la libertad de prensa es como hacer la ola en gratitud por los Encuentros Pacifistas Intergalácticos, entrevistar en vivo y en persona a personajes históricos como Harry Potter o Serlock Holmes, declarar solemnemente que el agua está mojada o que Nueva York es más grande que Castro Urdiales: por completo inútil y bastante fuera de la realidad. La libertad de prensa ni existe ni se la espera de momento. Y atentos a la paradoja que entraña este asunto: por lo general, quienes más vociferan por tal derecho son los que impiden su efectiva vigencia. A lo mejor no hace falta que lo explique, pero me explico: los grandes medios y las grandes corporaciones mediáticas son hoy los propagandistas de la libertad de información y opinión, pero siempre dentro de los cauces que ellos determinan —imponen— mediante la insoportable sutileza de la “línea editorial”. Al que se salga del guión, ni agua. Al que no humille la cerviz y ponga todo su saber y talento al servicio de los amos, palo. A quien se rebele contra esta ignominia, cancelación como poco.
La libertad de prensa es una entelequia, una más, generada por las élites; una mentira bonachona que sirve para que los encargados de mantener el discurso ideológico contemporáneo en sus precisos límites se celebren a sí mismos. Al final de todo: una piadosa censura. Lo cual no quiere decir, desde luego, que no existan periodistas libres, informadores comprometidos con la verdad e insensatos opinadores sin miedo. Claro que existen y no son pocos. El problema: que los mecanismos oficiales de la libertad de prensa los hacen indetectables; y si alguno asoma la cabeza le caen terribles homilías presidenciales aparte de la execración gremial: “pseudo medios”, “máquina del fango”, “bulos” y “fakes” y toda esa basura. Como dijo Lenin muy bien dicho: “¿Libertad? ¡Mis cojones!”.