Ese endecasílabo de Rubén Darío (nada menos) figura al término de una de las estrofas de su Letanía de nuestro señor Don Quijote. Lo traigo a cuento porque me dispongo a arremeter, lanza gramatical en ristre, contra la Real Academia Española… Nada menos. Que el Ingenioso Hidalgo venga en mi ayuda, pues puedo terminar tan tundido como él cuando alanceó las aspas de los molinos manchegos.
Mi gesto, que algo tiene de suicida, obedece al debate entablado en los últimos días al socaire de la citada Institución y de sus repercusiones en la prensa y en los mentideros de la opinión pública. Ya saben, supongo, a lo que me refiero. ¿Es o no preceptivo o simplemente electivo en la ortografía el uso de la tilde del acento en la primera sílaba del adverbio sólo? Adverbio, he dicho, no adjetivo. Espero que huelgue aclararlo, pero tal como están los tiempos…
Yo soy tildista a rajatabla, cierro filas en eso, y en otras cosas, con el d’Artagnan Pérez-Reverte y disiento de mi amigo Jorge Bustos, que las ha cerrado, también a rajatabla, con los antitildistas en una columna de El Mundo titulada Quita la tilde a solo, acata la autoridad y no seas vanidoso. Apareció el viernes 10 de marzo. Los académicos se habían reunido un día antes. Siempre lo hacen el jueves.
Un poco vanidoso, mi querido Jorge, sí que lo soy, como todos los escritores, pero nunca me he caracterizado por la obediencia a la autoridad, sino, antes bien, por el desacato a ella. No sé si has leído mi libro El sendero de la mano izquierda, que es un Codigo de Conducta. De no ser así, dímelo y te lo envío, suponiendo que me haga con algún ejemplar, porque está agotado.
Me viene al pelo, eso sí, que menciones el concepto de autoridad, pues creo que eso es, precisamente, lo que a mi jucio la falta a la Docta Casa. De ahí que, díscolo como soy, me atreva a ponerla en solfa, lo que no es obstáculo para el respeto que, person to person, merecen y me merecen todos sus miembros.
Son muy pocos los países, por no decir casi ninguno, fuera de Francia, en los que existen academias de tal tipo, capaces de sentar doctrina más o menos canónica en lo que al uso de la lengua dominante ‒ésa a la que llaman madre‒ se refiere. La Española, de hecho, es un calco de la francesa, a cuya imagen y semejanza se fundó cuando los Borbones desembarcaron en nuestra monarquía. Vasos comunicantes, por cierto, hay entre ellas, como acaba de ponerse de manifiesto en la incorporación del académico peruespañol Vargas Llosa a la nómina de quienes en el país vecino tienen el rango de Inmortales (nada menos, y ya van tres veces que recurro a esa locución en lo que va de artículo).
La Real Academia Española, por mucho que el tratamiento áulico, el peso de la opinión pública y las subvenciones oficiales que recibe le confiera un halo cuasi mitológico similar al del Parnaso, es sólo un club privado, como lo son, verbigracia, el Real Madrid, la Real Sociedad y la Real Maestranza de Sevilla, por poner tres ejemplos extemporáneos en lo que al idioma concierne, mas no por ello menos merecedores de consideración y estima.
Hace ya bastantes años el marqués de Tamarón, excelentísimo hombre de letras y buen amigo, me propuso que fundáramos nuestra propia Academia de la Lengua junto a otros colegas que, como él y como yo mismo, no pertenecemos a la que esta misma semana ha servido de liza a los tildistas y los antitildistas. Era una especie de travieso gambito, claro, que no pasó de ser una broma, pero en las bromas, como bien señala la voz del pueblo, no es raro que se agazapen las veras.
De autoridad hablaba yo hace unas líneas, pero, al hacerlo, pensaba en latín. Los clubs privados carecen de auctoritas, y tal es el caso. La RAE no la tiene, pero le sobra la potestas, debida a la falsa oficialidad que se le otorga, y eso es lo malo, pues en ese addendum contra natura radica la metamorfosis de la ética y la estética en política. Valga otro ejemplo extemporáneo: nuestro actual Gobierno tiene, por desgracia, potestas, pero carece de auctoritas, esto es, de fuerza moral y filosófica, y así nos va como nos va.
Líbrese el lector no sólo de las academias, como pedía Rubén, sino también de esos clubs privados que son los gobiernos y de la sospecha de que yo, con esta columna, respire por la herida de no ser académico. Cierto es que no lo soy, pero igual de cierto es ‒doy mi palabra‒ de que rehusé serlo cuando allá por los ochenta me propuso que lo fuese nada menos (y van cuatro) que Camilo José Cela, Gran Manitú de la Academia por aquel entonces, que pegaba un puñetazo en la mesa y temblaban hasta los cimientos de la Docta Casa.
Contaba yo con los votos de Dámaso Alonso, de Rafael Lapesa, de García Gómez, de Torrente Ballester, de Zamora Vicente y de algunos otros, que no me desmentirán, pues todos y cada uno han pasado ya a mejor vida… Suficientes, en teoría, para ser ungido, pero dije:
‒¿Qué diablos pinta ahí, Camilo, un tipo como yo, que ni siquiera sabe hacerse el nudo de la corbata, que fue hippy en Katmandú, que no acata la autoridad, aunque sí la auctoritas, y cuya vida ha sido y será siempre tan poco académica como lo es la mía?
Y ahí quedó la cosa.
En cuestiones de lengua la última palabra no es de los filólogos, ni de los profesores, ni, menos aún, de los políticos, sino de los escritores y de la gente. He ahí los dos bandos ‒la erudicion y la pedagogía frente a la literatura y el román paladino‒ que se han enfrentado en la pugna del solo y el sólo. Sostiene el director de la Academia que han hecho tablas. Se equivoca, don Santiago, pues está a punto de estallar otra guerra, similar a la reciente: la del aún, con tilde, por todavía, y el aun, sin ella, por incluso, también, hasta, (ni) siquiera… Lo dice el Diccionario Panhispánico de Dudas.
Aun así y aún así no significan lo mismo.
Hagan juego, señores.
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