Cuando yo era niño y aún figuraban las humanidades en los planes de estudio, todos mis coetáneos conocían el verso de Espronceda y de su Canción del pirata al que hoy parafrasea el título de mi columna… Con una variante, eso sí: donde el poeta puso Estambul, yo he puesto la Moncloa. Es una concesión a la actualidad.
Dejémonos de eufemismos, circunloquios, tergiversaciones, disimulos y titulares. Hagamos caso omiso de la prensa y de las tertulias, y llamemos a las cosas por su nombre. Ayer, domingo, en las elecciones autonómicas de Castilla la Vieja ‒así sigo llamándola yo‒ y León sólo hubo un ganador: Vox. Todos los demás partidos perdieron, menos algunos de la España Vaciada, que no podían retroceder ni crecer porque nunca se habían presentado. Cualquier otra valoración responde al inconfesado deseo de retorcer la realidad y de negar la evidencia.
Dicen los unos y los otros ‒o más bien los Hunos y los Hotros‒ que en esas elecciones se ha impuesto la extrema derecha. Falso de toda falsedad. La extrema derecha, en nuestro país, no existe o existe sólo agazapada en minúsculos cubículos de nula relevancia electoral. Inventar un enemigo inexistente es un viejo recurso de los ejércitos que están desmoronándose y batiéndose en retirada. Lo que existe y avanza vertiginosamente aquí y en el resto de Europa así como en la América trumpista y en la Rusia de Putin es la gran revolución conservadora. Ha llegado su momento. Hay que estar muy cegato o que ser muy merluzo para no darse cuenta de ello. Cuando a una idea le llega, como digo, su momento, no hay fuerza humana ni, casi diría, sobrehumana que le cierre el paso. Su potencia, su contundencia y su vigencia se convierten en huracán. La onda del sismo que ayer se produjo en la región madre de España se dejará sentir muy pronto en las restantes tierras de ésta. Ya lo había hecho, anticipándose a un futuro que hoy es presente, en Andalucía, en Murcia, en Cataluña, en Madrid… Y lo que te rondaré. Así, paso a paso y zancada a zancada, sin prisa ni pausa, como sugería Goethe, hasta Estambul, digo, la Moncloa.
Pirata no es Santi Abascal, pero capitán, sí. No lo duden. Nunca he visto en él, simplemente, al secretario general de un partido político, sino al líder de un telúrico movimiento histórico, moral y cultural. Julio César llegó adonde llegó porque ganó dos guerras: la de las Galias y la civil. La segunda, en España, sigue, aunque de modo incruento, por fortuna. La primera también, aunque su escenario está en Bruselas. Creo que Abascal, y sus lugartenientes, y sus mílites, y sus votantes, lo tienen claro… Baroja dixit: o César, o nada. Lo de César es sólo una metáfora. En Vox no hay ni debería haber cesarismos. Para éstos, amortizado Pablo Iglesias, ya tenemos de sobra con el actual jefe del Gobierno.
He hablado hace unas líneas de idea y de batalla. No sólo: he hecho mío en las cenas–coloquio que desde hace tres meses modero, por encargo de Disenso, en la cripta del Café Gijón, el estribillo, que yo no he inventado, de La batalla de las ideas. Y bien está, pero mejor sería convertirlo en batalla de los valores, pues las ideas pueden ser buenas y malas, y a menudo prescriben o evolucionan, mientras los valores ‒Sophia perennis, voz de la conciencia‒ permanecen.
¿De qué valores hablo en esta ocasión? De los que Vox propone y defiende en el ámbito de la res pública y de la privada. Son cinco, y en ellos se subsumen todos los restantes: familia, trabajo, propiedad, libertad y nación.
Ése es su programa. Yo no pido más.
© La Gaceta de la Iberoesfera
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