En torno a Diego Fusaro y su último libro

Los identitarios, ¿somos de derechas o de izquierdas?

Un pensamiento como el Diego Fusaro, al que algunos caricaturizan llamándolo “rojipardo”, ¿qué es, en realidad? ¿Dónde se sitúa? ¿Es de derechas o de izquierdas?

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Estuve el otro día en la presentación, celebrada en Madrid, del libro El nuevo orden erótico. Elogio del amor y de la familia, de mi amigo, el pensador italiano Diego Fusaro, publicado por El Viejo Topo, vieja y célebre editorial de honda estirpe izquierdista. Escuchando las intervenciones de los asistentes, oyendo asimismo lo que, a la salida, se decía en los corrillos —no todo el mundo asentía ni mucho menos a las ideas expuestas por Diego—, me invadió una extraña, casi nostálgica sensación. La de decirme que hacía tiempo, muchísimo tiempo, que no me veía rodeado de tal cantidad de izquierdistas.

Ello no sucedía desde que, como militante comunista en mis años mozos, tuve la suerte —sí, en realidad, fue una suerte, aunque poco faltó para que dejara el pellejo en la aventura— de meter la cabeza en la boca del lobo del socialismo real: el de los países dominados por el comunismo (más concretamente, en Hungría y Rumanía), lo cual me permitió quedar curado para siempre de cualquier tentación izquierdista.

Me sentía raro el día de la presentación del libro, y al mismo tiempo sumamente contento al ver cómo, en parecido foro, se exponían ideas con las que no podía estar más de acuerdo. No voy a entrar en los detalles de lo explicado por Fusaro acerca de su libro. Antes debo leerlo y hacerle probablemente una entrevista. Baste de momento señalar que el “nuevo orden erótico” que denuncia es el que hoy impera entre nosotros. Es ese mero goce atomizado por parte de las “máquinas deseantes”, que decía Deleuze, unas máquinas que ni están arrebatadas por la pasión ni conocen, en realidad, el auténtico erotismo.

Tal es el orden —el desorden— que combate Diego Fusaro y al que contrapone el orden de una familia y un amor entendidos, no ciertamente a la victoriana o retrógrada manera; pero sí un orden, una articulación, unos principios, una sustancia familiar y amorosa que nos corresponde repensar y reafirmar a los hombres y mujeres empeñados en defender la civilización (es eso lo que está en juego) y combatir los desafueros de la locura woke.

 


Pero no son esas cuestiones “societales”, como dicen en Francia, lo que me importa destacar aquí. Lo que me interesa es esa aparente paradoja: la de un hombre como Fusaro que, publicado por una editorial de izquierdas, suelta en una asamblea de igual signo profundas andanadas contra el izquierdismo de hoy: un ataque en regla contra la ideología de género, el feminismo, el matrimonio homosexual, el individualismo en el que cada átomo pretende decidirlo todo y en el que nada —ni lo verdadero, ni lo justo, ni lo bello; kalos kagathos, decían los griegos— se impone por sí mismo.

Tal es la aparente paradoja de ese Fusaro que considera que el actual desorden líquido es anhelado y engendrado por un capitalismo depredador de nuevo signo:

El capitalismo de una plutocracia sin fronteras ni arraigos

el capitalismo de una plutocracia sin fronteras ni arraigos que se opone no sólo a los proletarios —hoy ya “sin prole y con precariedad”—, sino también a la mismísima burguesía. A la de antaño. A esa burguesía que, no hace tanto tiempo, sí tenía familia, sí conocía el orden, sí tenía principios..., por anquilosados y opresivos que fueran.

¿Es esto de derechas o de izquierdas?

Un pensamiento como el anterior, al que algunos caricaturizan llamándolo “rojipardo”, ¿qué es, en realidad? ¿Dónde se sitúa? ¿Es de derechas o de izquierdas?

Por un lado, y como es obvio, nada tiene que ver con la derecha un pensamiento que ataca con denuedo la sumisión de todos y de todo al Mercado y al Capital. Pero tampoco tiene nada que ver con la izquierda quien, cuando le pregunté, por ejemplo, si a lo que habría que aspirar entonces es a la sociedad sin mercado y sin clases, me respondió lo que ya sabía (mi pregunta era retórica): lo que ataca Fusaro, lo que se debe atacar, no es cualquier tipo de mercado, no es el mercado como tal —

“Siempre ha habido y siempre habrá mercado”, precisó Fusaro

“siempre ha habido y siempre habrá mercado”, precisó—, sino el Mercado (pongámosle una mayúscula) que, tomándose como fuente misma del sentido y del ser, lo somete todo —la naturaleza, el mundo, el erotismo... y hasta a los antiguos burgueses— al dominio de la mercancía; a su “fetichismo”, como decía un tal Marx, el cual (ahí soy yo quien hablo) sí incurría, junto con aciertos como el anterior, en paradojas y contradicciones de calado.

Y nosotros, en EL MANIFIESTO, los amigos en España de la “Nouvelle Droite” de Alain de Benoist, Dominique Venner, François Bousquet, Jean-Yves Le Gallou y tantos otros, ¿somos realmente de derechas? No, en realidad no lo somos (el nombre de "Nueva Derecha" nos lo adjudicaron, por cierto, los adversarios). O, si tal fuera realmente nuestra identidad, entonces deberíamos empezar a poner adjetivos y a buscar precisiones y matizaciones. ¿Cómo podríamos “ser de derechas”, cómo podríamos reconocernos en tal campo, cuando “ser de derechas” sólo significa y puede significar, hoy, tres cosas, tres etiquetas (contradictorias, por lo demás, entre sí): “liberal individualista”, “conservador tradicionalista” y “fascista”? Punto. No hay más.

De igual modo, “ser de izquierdas” sólo significa y puede significar hoy dos cosas, dos etiquetas (también contradictorias entre sí): ser “comunista” o “socialdemócrata”. Con otras palabras, ser “rojo” a la vieja usanza o “rosa” (“fucsia” es el término que emplea Fusaro) como los progres de hoy. Punto. Tampoco ahí hay más.

O sí hay más. Sí se puede, como lo hace por ejemplo Fusaro hablando de sí mismo, ser “socialista y demócrata”; pero a condición de precisar entonces: socialista y demócrata, aunque en absoluto socialdemócrata. Es decir, a condición de ponerse a agregar las precisiones, matizaciones y exclusiones a las que me refería antes. Algo que resulta, es obvio, políticamente imposible de toda imposibilidad.[1]

Las palabras, ¡ay, las palabras!

Las palabras, en efecto, son traicioneras. O pueden serlo. Sucede algo parecido con los términos “capitalismo” y “mercado”. Si personalmente los uso poco al combatir la degeneración de nuestro mundo (prefiero, por ejemplo, términos como “economicismo”, “sometimiento a la mercancía”, etc.), es por una sencilla razón. Es porque

Ese horror que ha sido el movimiento comunista internacional

ese horror que ha sido el movimiento comunista internacional le ha dado al capitalismo la mejor y más eficaz de sus armas defensivas: la de hacer creer que el “socialismo” o el “anticapitalismo” es lo efectuado por todas las Dictaduras del proletariado (incluida la de España en la Guerra Civil): abolir la propiedad, acabar con el mercado y liquidar a los burgueses. A todos: pequeños, medianos y grandes (así como a los campesinos y proletarios, dicho sea de paso). Con lo cual, si uno habla de combatir el capitalismo o el mercado, se ve obligado a precisar que no se trata en absoluto de abolir el mercado como tal, sino tan sólo el que hoy impera con las características ya señaladas.

Y, sin embargo, las palabras, por traicioneras que sean, son necesarias. Y las etiquetas. Se requieren términos que, de manera inmediata e inequívoca, identifiquen aquello por lo que se lucha. ¿Y qué es aquello por lo que todos, cualesquiera que sean nuestros matices y diferencias, luchamos de manera indiscutible?

Luchamos por la afirmación de la identidad, es decir, del ser

Luchamos por defender y afirmar la identidad, es decir, el ser. Luchamos por afirmar la identidad que sólo es y puede ser colectiva, comunitaria, pues sin comunidad social y política —sin polis— nadie sería ni nada existiría. Luchamos por ser y sabernos herederos, inscritos en una patria, en una raigambre, en un destino, en una civilización. Luchamos por la identidad gracias a la cual, en vez de ser aniquiladas como hoy lo son, se afirmen colectiva, comunitariamente, la Belleza, la Verdad y la Justicia (incluida, claro está, la Justicia social).

No confundamos más a la gente (tampoco a nosotros mismos) con la dichosa dicotomía “derecha” e “izquierda”. Curémonos de esa “hemiplejia moral”, como la llamaba Ortega. Combatamos tanto a los carcas liberales o retrógrados como a los carcas rojos o rosas.

No somos identitarios de derechas. No somos identitarios de izquierdas. Somos identitarios sin más. Defensores de Europa, de su Historia y su  Civilización. Tal es nuestro nombre, nuestro santo y seña.

[1] ¿Qué precisiones, matizaciones y exclusiones habría que añadir si, en este periódico o en la “Nueva Derecha” en general, nos proclamáramos “de derechas”? He ahí una interesante cuestión que dejo para otro día.

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