El retablo de las maravillas

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Así se llamaba el entremés más conocido de los ocho que escribió Cervantes. En él escenificaba la vieja fábula oriental relativa al rey que iba desnudo y fue desenmascarado por un niño de corta edad que se atrevió a proclamar lo que todo el mundo veía, pero nadie se atrevía a decir.

Es lo mismo, mutatis mutandis, que acaba de suceder en Cataluña. Un crío de cinco años, al que toda España y parte del extranjero conocen ya como “el niño de Canet”, se ha convertido, muy a su pesar, en involuntario estandarte proclamador y dedo acusador del supremacismo, el totalitarismo, el culturicidio, el linguicidio, el parricidio y, en definitiva, el fascismo imperantes en la región que otrora fuese la más ilustrada de España y hogaño es la más oscurantista.

Creíamos muchos, ingenuamente, que atrocidades así, análogas, aunque no idénticas, por fortuna a las sufridas por los negros estadounidenses antes de que se les reconocieran sus derechos civiles y a las que alentaron los estalinistas en la Rusia bolchevique, los nazis en la Alemania de Hitler, los flechas y pelayos de la Revolución Cultural en la China de Mao Tse Tung, los castristas en Cuba y los jemeres rojos en la Camboya de Pol Pot, por poner sólo un puñado de ejemplos entre los muchos que cabría aportar, no podrían volver a perpetrarse en pleno siglo XXI.

¿Exagero? Sí, lo reconozco, porque las camisas pardas, rojas y negras del independentismo catalán aún no han perpetrado fechorías tan abominables como las mencionadas, pero sírvame de disculpa la indignación que en cualquier hombre de bien produce el espectáculo de ver cómo un criatura de cinco años se ve sometida a una operación de acoso y derribo rayana en el linchamiento.

No menor es el bochorno que produce escuchar a todo un ministro de Interior quitar hierro al asunto asegurando que se trata sólo de un episodio puntual y ver a su superior jerárquico y a sus peones de brega ministerial poniéndose de perfil, mirando al tendido, ignorando lo que sucede en el ruedo y sumiéndose en un silencio similar al de quienes en la remota China de la fábula no querían enterarse de que el rey iba desnudo por mucho que presumiera de traje.

De sobra sé que sólo una minoría de catalanes respalda lo que los mascarones políticos del catalanismo radical están haciendo. De ésos hablo, a ellos me dirijo, y no a los catalanes decentes e inteligentes, y capaces, por ambas cosas, de entender que el castellano y el catalán son hijos de la misma madre, el latín, y de que por ello no sólo son compatibles, sino, además, consanguíneos, y que restringir la enseñanza y el uso del único idioma común a todos los habitantes de esta nación sólo sirve para que sus paisanos se conviertan, como de sí mismo dijo un poeta andaluz que murió en la Cataluña transpirenaica, en melancólico extranjero en los campos de su tierra. Lo digo, sin ánimo de discordia, pues por mucho que se empeñen los catalanes enemigos de Cataluña en restringir el castellano y fomentar el catalán, cuando salgan de Cataluña y viajen a otras partes de España tendrán que recurrir al único idioma ‒lo reitero‒ en el que se expresan todos los españoles, incluyendo en ese gentilicio a los vascos, a los gallegos, a los madrileños y, por supuesto, a los catalanes, valencianos y mallorquines que tengan la suerte de ser bilingües en toda la amplitud de tal concepto.

Fin de mi columna. Bon dia, bona tarde i, latina, bona nit, amigos.

© Estado de alarma

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