Dentro de veinte años habrá tolerancia cero con los insultos en los campos de fútbol, igual que sucede ya en el fútbol femenino. Ni insultos racistas ni xenófobos ni homófobos ni de ninguna clase. ¿Alguien imagina un partido entre equipos femeninos en el que parte del público jalee a grito pelado: “¡¡Jeny, muérete!!”? ¿Verdad que no? Pues en el balompédico macho igual: ni uno. La cultura de la violencia verbal parece innata a este deporte; lo más natural y normal del mundo: que un caballero acuda al campo con su hijo menor y entre los dos pongan de hijoputa arriba al equipo contrario y de paso al árbitro. Desahogarse con improperios parece derecho objetivo de la afición, pero sólo lo parece. Éste deporte no lo inventaron caballeros británicos para que los energúmenos del mundo alivien su mala bilis con sapos y culebras a pleno pulmón. Se inventó para jugar al balón con los pies y para nada más. Los frustrados, acomplejados y malas bestias, que vayan a soltar brutalidades al primer barranco que encuentren; y si se tiran por él, abajo bien abajo, mejor que mejor.
Cuando dentro de veinte años los insultos estén prohibidos en el fútbol y se expulse a los sueltos de lengua y se multe a los clubs que consientan en su estadio esas canciones, todos se acordarán de Vinicius y dirán: “Con lo cansino que era, con lo que protestaba, y mira por dónde fue el precursor de todo esto”.
En lo que concierne a pegar patadas en el campo, segar a los delanteros reiteradamente y zancadillear gratis al que corra más y lleve delantera, vale la misma ecuación: tolerancia cero. A la primera, a la calle y multa. Veremos entonces jugar al balón, no a las coces, como ahora. Y Vinicius seguirá siendo el gran precursor.