Como quien no quiere la cosa, nos aproximamos ya al primer año de duración de la crisis mundial causada por la pandemia del Covid-19. Y, estando como estamos a principios de 2021, parece un buen momento para detenerse a reflexionar sobre todo lo que está sucediendo a nuestro alrededor y en el escenario de la política internacional.
Ya en la década de 1990 se empezó a popularizar en Occidente el término “Nuevo Orden Mundial”. Entonces se relacionaba con la caída del Muro de Berlín, con el “Fin de la Historia” pronosticado por Francis Fukuyama y con el fenómeno de la globalización. En breve: la plutocracia anglosajona había decidido que el capitalismo transnacional implicaba necesariamente, como próximo paso en la evolución histórica de la Humanidad, un New World Order , es decir, el “Orden de un Nuevo Mundo”, que sería en realidad la traducción correcta de esta expresión. La sociedad mundial todavía no estaba lo bastante madura (entiéndase: blandeada, macerada, atontada) para llegar a este momento, y los instrumentos de control necesarios tampoco estaban aún lo suficientemente desarrollados; pero todo era una mera cuestión de tiempo. Como dijo David Rockefeller en 1994, “todo lo que necesitamos es la crisis oportuna y el mundo aceptará el Nuevo Orden Mundial”.
Desde 1990 (aunque la idea de un Gobierno Mundial Plutocrático Anglosajón venía de mucho más atrás), se fueron dando sucesivos pasos hacia la llegada del Nuevo Orden, que en realidad implica la sustitución del sistema económico vigente desde 1971, cuando Richard Nixon abandona los acuerdos de Bretton Woods y establece el sistema del dinero fiduciario, desvinculado de su referencia al oro. Bien es cierto que el sistema capitalista establecido en Occidente en la primera mitad del siglo XIX ya se veía abocado a crisis periódicas debidas a su propia dinámica interna (la más célebre fue el crack de Wall Street de 1929). Aunque el periodo de prosperidad y crecimiento que va de 1945 a 1970 pareció haber conseguido conjurar tales peligros, el hecho es que un sistema económico basado en la exigencia de un crecimiento infinito antes o después se encuentra ante un muro tan alto, que ya no lo puede saltar. La intuición malthusiana se ha demostrado válida al menos en el sentido de que, en un mundo de recursos finitos, el crecimiento infinito resulta imposible. De hecho, el pico máximo de crecimiento dentro de la moderna civilización industrial se sitúa en 1970. De manera muy reveladora, en 1972, por encargo del Club de Roma, el MIT publica el conocido informe Los límites del crecimiento. Las posteriores actualizaciones de este informe no han hecho más que confirmar su diagnóstico, que constituye el actual consenso dentro de las élites globalistas. Un consenso generalizado desde hace tiempo en instituciones como el Foro de Davos o el mucho más discreto Council of Foreign Relations.
De manera que el actual sistema económico capitalista resulta insostenible a largo plazo… y, ya a la altura de 2021, hay que añadir que también lo es a corto plazo, apenas a unos pocos años vista. En 1971, con el abandono del patrón–oro, Occidente se concedió a sí mismo algo así como una prórroga: a partir de entonces, el crecimiento económico se conseguiría con un nuevo tipo de “oxígeno” para el sistema capitalista, que es la deuda. Desvinculado del oro, se podría imprimir tanto dinero como se desease; pero, como en este nuevo sistema el dinero sólo se puede generar mediante la creación de deuda, el crecimiento económico exige, a la vez, un crecimiento continuo de esa deuda. ¿Puede este orden de cosas mantenerse hasta el infinito? No, en absoluto. Ya en un momento tan temprano como 1976, el economista de la Escuela Austríaca Friedrich Hayek avisó de que este sistema (que en realidad constituye un clásico esquema de Ponzi) conduciría inevitablemente a un colapso fatal. La Élite Globalista sabe perfectamente desde hace décadas que el sistema económico que ella misma diseñó hace unas décadas está a punto de derrumbarse, ni más ni menos que por asentarse en un supuesto fraudulento (el de la viabilidad del dinero fiat). La crisis financiera de 2008 constituyó un primer aviso; pero pronto la veremos como un pálido reflejo del verdadero tsunami económico que nos espera de aquí a muy poco, cuando todo el castillo de naipes del sistema económico capitalista–globalista se derrumbe y el mundo tal como lo hemos conocido llegue a su fin.
Sabiendo todo estos como lo saben, los globalistas han diseñado un plan para la era post–colapso que en muy pocos años va inevitablemente a comenzar. Desde más o menos el año 2000, vienen realizando sucesivos esfuerzos –no siempre igualmente exitosos– para derruir el mundo que conocemos e ir implantando el que ellos han diseñado para nuestro futuro. En los últimos años, el Cambio Climático ha constituido el gran mantra que, pronunciado últimamente por la niña–profetisa Greta Thunberg, intentaba impulsar a nivel planetario una serie de cambios de gran calado en la dirección deseada por el globalismo internacional, esa alianza de plutócratas e izquierda burguesa que hoy parece dominar el mundo. Sin embargo, la matraca continua del Cambio Climático antropogénico –una absoluta falsedad científica, por cierto– no bastaba para crear la crisis deseada, a la que, como ya hemos dicho, se refirió en su momento David Rockefeller. Hacía falta algo más. Y ya sabemos cuál fue la idea que se les ocurrió a los globalistas: provocar para 2020 la gran pandemia del Covid-19, a base de un coronavirus modificado en el laboratorio de Fort Detrick y en el Por-4 de Wuhan.
Se trataba, claro está, de una operación de guerra psicológica. En 2009, la falsa pandemia de Gripe A no consiguió sus objetivos justamente porque la mentira no fue lo suficientemente grande. Por paradójico que resulte, en el mundo de la guerra psicológica, un engaño tiene tantas más posibilidades de triunfar cuanto más gigantesco sea su tamaño. La mentira debe ser tan enorme, que a la mayor parte de la población le resulte imposible no creerla; y, si ya alcanza unas dimensiones planetarias, entonces el éxito está prácticamente garantizado. Es lo que ha sucedido con la pandemia del Covid-19: ha recibido tal amplificación por parte de unos mass media que se deben a sus amos –la plutocracia internacional–, y ha sido apoyada en tal grado por casi todos los gobiernos del mundo –que han traicionado a sus pueblos y se han sumado al consenso de los globalistas, de quienes se han convertido hoy en absolutos vasallos–, que el ciudadano medio, abrumado, desconcertado y desorientado, ha decidido, como estrategia de “supervivencia”, el camino infantiloide de la obediencia y de creer a pies juntillas lo que le dice la televisión.
Nunca como ahora se había visto desactivada la capacidad racional y crítica de la humanidad (especialmente de la humanidad occidental, tan cobarde y timorata; y dentro de ella especialmente de la española, aborregada como ninguna otra). A pesar de que hasta la misma OMS ha reconocido su inutilidad (por no hablar de sus efectos adversos), hemos aceptado llevar puesta la mascarilla en todo momento. A pesar de que expertos del máximo nivel han explicado por activa y por pasiva la invalidez de los test PCR como método de diagnóstico clínico, los medios de comunicación, los gobiernos y hasta el establishment sanitario se han encargado de que la ciudadanía los considere oráculo infalible. Y, a pesar de que la célebre vacuna –tanto la de Pfizer como la de Moderna– sea en realidad, como explica entre nosotros de forma tan extraordinaria la doctora Martínez Albarracín, una terapia génica hasta ahora nunca probada en humanos y de efectos secundarios imprevisibles, una parte creciente de la ciudadanía se muestra dispuesta a servir como conejillos de Indias, máxime cuando se va viendo que los gobiernos presionarán de todas las maneras posibles para que se la ponga el total de la población (aunque ya sabemos que las élites y los políticos que están en el ajo no se la van a poner; o sólo van a fingir ante las cámaras que se la ponen, como ya han empezado a hacer: he ahí el caso, por ejemplo, de la vicepresidenta in pectore Kamala Harris). Si quieres llevar una vida más o menos normal, debes tener el Health Passport. Y si te niegas a pasar por el aro, ya verás el ostracismo social, o algo incluso peor, que te espera. ¿Cuál es la verdadera finalidad de la vacuna? Sobre el particular existen diferentes teorías; pero, desde luego, está claro que esa finalidad no es posibilitar que volvamos a la vida que llevábamos en 2019, porque existe una voluntad declarada de que esa vida ya no vuelva nunca más.
Y, mientras todo esto sucede, suceden también otras muchas cosas. La gente se va acostumbrando a algo tan antihumano como no abrazarse, tocarse ni darse la mano. Normalizamos “hábitos de higiene” que hace un año cualquier psicólogo habría diagnosticado como trastorno obsesivo–compulsivo. En la economía, el plan globalista prevé –con la colaboración de gobernantes tan infames como Pedro Sánchez en España, Alberto Fernández en Argentina o Justin Trudeau en Canadá– provocar artificialmente una ruina generalizada, sobre todo de los pequeños negocios: entre otras cosas, para conducirnos a una situación de desesperación social que lleve a la población a aceptar las draconianas medidas que los gobiernos pretenderán aplicar ya dentro de muy poco. En el campo político, en el momento en que escribo las presentes líneas –mañana del sábado 9 de enero de 2021–, los globalistas parecen haber alcanzado uno de los objetivos que pretendían al provocar la crisis del Covid-19: apartar del poder a Donald Trump por medio del escandaloso fraude electoral cometido en las elecciones del 3 de noviembre. Un pucherazo absolutamente descarado, cometido por el Partido Demócrata –ya un mero títere del gobierno chino y de los globalistas– ante el cual el Tribunal Supremo norteamericano y los grandes medios de comunicación internacionales han decidido cerrar los ojos. Tras lo cual queda manifiesto y patente lo que en realidad ya sabíamos: que la democracia no existe y que vivimos inmersos en una dictadura global.
Ahora ya incluso podemos ponerle rostro a esa dictadura globalista. No el de George Soros (al fin y al cabo, una figura secundaria en la jerarquía de la Élite), ni tampoco el de Bill Gates (pues no, tampoco él se encuentra realmente en la cúspide de la pirámide del poder internacional). Mucho más cerca de esa cúspide se halla alguien como Klaus Schwab, presidente del Foro Económico Mundial y una de las cabezas pensantes, de los filósofos que han diseñado el plan globalista actualmente en curso. Schwab, transhumanista declarado, es el gran impulsor de la Agenda 2030. Un mundo el de entonces que sus vídeos promocionales nos muestran como algo limpio, ecológico y maravilloso, pero en el que, en realidad, se pretende implantar el modelo chino de control sobre la población mundial: una curiosa mezcla entre capitalismo, comunismo y tecnología punta en el que se habrá convencido a la población de que lo mejor –en realidad, lo único– que puede hacer es someterse dócilmente a sus Amos. Renunciar a sus propiedades y a sus antiguos derechos. Convertirse en piezas absolutamente dependientes del Sistema, que puede convertirlos en cualquier momento en auténticos parias o apestados, si la monstruosa Inteligencia Artificial que controlará el mundo detecta que no cumples las indicaciones que se te proporcionan. Como si estuviéramos dentro de un capítulo de Black Mirror. Poco podía esperar Charlie Parker, creador de la serie, que en tan poco tiempo su ficción quedaría superada por la realidad.
Y bien: ¿qué podemos hacer, qué va a ocurrir ahora, a qué esperanza podemos aferrarnos? Seguramente, la derrota –pues derrota parece al menos a día de hoy– de Donald Trump habrá decepcionado a muchos. Los seguidores de Qanon deben de andar en horas bajas. Sin embargo, no hay mal que por bien no venga. También yo personalmente deseaba otro final para Trump, un outsider cuya victoria de 2016 constituyó una muy desagradable sorpresa para la élite globalista. Ahora bien: esta situación tiene al menos la virtud de hacernos ver que no podemos esperar la “salvación” de ninguna instancia externa. ¿Recuerdan aquel delicioso clásico de la ciencia ficción que fue El increíble hombre menguante? Para el hombre reducido a la estatura de un par de centímetros y enfrentado a una horrible araña en el universo del sótano de su casa, todo cambia cuando comprende que tiene que afrontar al monstruo, que tiene que luchar a muerte contra él. Entonces el miedo desaparece. Cuando comprendes que tienes que luchar por tu vida en realidad es también cuando vuelves a vivir.
Ahora bien: ¿cómo podemos luchar nosotros? Son muchos los que ya han empezado a hacerlo, y su ejemplo nos sirve de inspiración. Cualquiera que, durante los últimos meses, se haya molestado en buscar información alternativa por Internet, ha visto los rostros de innumerables personas –españoles, alemanes, franceses, argentinos, estadounidenses y de tantos y tantos otros países– que daban la cara públicamente para denunciar la operación terrorista –pues tal cosa es– que se estaba desarrollando contra la Humanidad. Profesionales de todos los ramos, bloggers, gente de a pie: rostros nobles y hermosos de gente valiente que no estaba dispuesta a callarse. Por desgracia, como católico tengo que decir con dolor y decepción que entre tales rostros no está el del incalificable Papa Bergoglio, en muy buenas relaciones con la familia Rothschild y que últimamente se dedica a difundir melifluos mensajes de fraternidad meramente humanista y masónica y a pedir vacunas para todos.
La situación actual es muy difícil, pero aún no desesperada. Muchos bajarán la cabeza y se someterán a la Bestia –permítasenos aquí el símbolo apocalíptico. Pero otros muchos no lo harán. Otros muchos que saben que el plan de un Klaus Schwab no puede funcionar porque finalmente la Humanidad se rebelará. A este respecto, resultan muy reveladores los análisis del profesor norteamericano Joseph Tainter sobre el colapso de las civilizaciones complejas. Él mismo pone el ejemplo de la caída del Imperio Romano. También éste consiguió una prórroga en el siglo III, como el Imperio Anglo–Norteamericano con capital en la City de Londres lo logró en 2008. Tainter explica que las sociedades complejas están también ellas sometidas a las leyes de la termodinámica. Necesitan cada vez mayor complejidad para mantenerse; pero ese mayor grado de complejidad, a la vez, les resulta cada vez más difícil y costoso de alcanzar. Entonces, llega un momento en que, digamos, la inversión y el esfuerzo ya no les merece la pena y deciden descomponerse, es decir, bajar a un nivel de complejidad menor. Es lo que le sucedió, como en cumplimiento de una ley spengleriana, al Imperio Romano: la llegada de un colapso largamente diferido, pero que al final llega de repente. Y es también lo que nos va a suceder a nosotros.
Este descenso a un menor nivel de complejidad tiene innumerables manifestaciones, no todas ellas recientes. Un ejemplo doméstico de tal fenómeno podríamos descubrirlo en las leyes educativas españolas: Ley Ibáñez Martín de 1938, Ley de Ruiz Giménez de 1953, Ley Villar Palasí de 1970, LOGSE de Maravall en 1990, Ley Wert de 2013 (bajo modelo globalista, por cierto), Ley Celaá de 2021. Un continuo descenso de complejidad, con el Bachillerato de 1957 convertido ya para muchos (Pérez–Reverte entre ellos; aunque Dragó preferiría el de 1938) en mito de una excelencia perdida. Añadir complejidad a un sistema que ya de por sí es complejo resulta cada vez más difícil, porque exige una visión cada vez más panorámica del conjunto. En cambio, bajar a un nivel menor de complejidad resulta cómodo, fácil, indoloro. El único problema es que esa seducción de la entropía nos acerca cada vez más al universo mineralógico de lo inerte.
En el plano político y sociológico europeo actual, George Soros es, sin duda, el gran promotor del caos entrópico a todos los niveles, en pos no de la “sociedad abierta” de Karl Popper, sino de la “sociedad descompuesta”, que es lo que el globalismo desea. Por eso ha apoyado causas al parecer tan dispares como los vientres de alquiler, el matrimonio homosexual, la inmigración descontrolada, la independencia de Cataluña o la agenda del lobby LGTBI. En todos los casos, lo que se está apoyando es la idea general de caos, de confusión, de dispersión centrífuga. Dicho de otro modo, el descenso a un menor nivel de complejidad (es decir, de co–implicación orgánica y armoniosa de elementos diversos en pos del bien general del conjunto). Ese botarate supuestamente ilustrado y leído que es Raúl del Pozo lo dijo muy bien en cierta ocasión: “Nunca fuimos tan felices como en el caos”. Frase que, según se interprete, puede tener cierto sentido… o no.
También la Unión Europea cumple el pronóstico de Joseph Tainter: está buscando su propio descenso de complejidad. Plenamente sumada al nuevo orden globalista, Bruselas hace tiempo que renunció a cualquier idea auténticamente espiritual de Europa. Se sabe que el Parlamento Europeo está completamente infiltrado y colonizado por George Soros. Europa carece de cualquier idea de sí misma digna de tal nombre, y los gobernantes europeos actuales han decidido sumarse de una manera completamente indigna al plan de Klaus Schwab.
Son muchas las enseñanzas útiles que los análisis del profesor Tainter pueden proporcionarnos, aunque seguramente el presente artículo no es el lugar oportuno para desarrollarlas in extenso. Sin embargo, y acudiendo a las observaciones histórico–culturales de Joseph Pieper acerca del final del Imperio Romano, sí podemos ofrecer al menos algunos apuntes e intuiciones.
Próximamente, se va a producir el colapso financiero del mundo que conocemos: incapaz de añadir nuevas capas o niveles de complejidad real, el sistema optará por descomponerse. En ese momento, estarán en mejores condiciones para afrontar el tsunami económico y social que se avecina los países y sociedades que, por una razón o por otra, estén más acostumbrados a funcionar de manera más o menos autárquica y autogestionaria, al margen del circuito financiero global. Así sucederá con muchos países africanos, por ejemplo; pero también con un país como Argentina, en la medida en que sus ciudadanos se han visto obligados desde hace décadas a vivir en una situación de continua incertidumbre y a operar al margen de los canales de la economía y de la legalidad oficial.
Siguiente enseñanza. Cuando colapsó el Imperio Romano, no se derrumbó todo él, sino que subsistió en parte a través del Imperio Romano de Oriente, luego Imperio Bizantino. Algo semejante creemos que sucederá ahora: en las convulsiones que están a punto de sacudir el mundo, podría nacer una nueva entidad política denominable como “Federación Europea Oriental” y de la que formarían parte tal vez también Grecia, las repúblicas balcánicas e incluso Italia, o parte de ésta. Esta Federación tendría como eje a Rusia e incluiría también a las repúblicas del Cáucaso y las exsoviéticas de Asia Central.
Poco después de la caída del Imperio Romano en el año 476 d. C., en el 531 San Benito de Nursia funda la abadía benedictina de Montecassino. Creemos que un movimiento análogo de retorno a las raíces espirituales y culturales de Europa se producirá también ahora, incluida una importancia creciente del cristianismo ortodoxo, del mejor tradicionalismo católico y de las iglesias cristianas orientales, como la de Armenia. En este sentido creemos que podríamos interpretar el dictum atribuido a Malraux y que ha conocido tantas versiones apócrifas: “El siglo XXI será religioso o no será”.
Cuando se produjo el colapso del Imperio Romano y se inició la Edad Media (y estamos a punto de empezar una nueva especie de Edad Media), el legado de la cultura grecorromana no se perdió, sino que fue conservado en gran parte debido al esfuerzo de los monjes benedictinos, incorporándose orgánicamente al acervo de la cultura medieval (véase, si no, de qué se discutía en el siglo XIII en la Universidad de París). Hasta ahora muchos no han entendido bien que las Humanidades no son un lujo superfluo, sino parte central de esos sistemas intelectuales y espirituales de creciente complejidad que son necesarios para el florecimiento de una civilización. En este sentido, pronosticamos un próximo redescubrimiento de las Humanidades como “productoras de complejidad” que contribuyen de manera decisiva a la buena marcha económica de una sociedad, en la medida en que un problema económico presupone un problema antropológico y éste, en último término, un problema teológico. Entiéndasenos bien: las Humanidades se cultivan por sí mismas y no pretenden “servir para nada”; pero, paradójicamente, no pretendiendo servir para nada, al final resultan sirviendo para muchísimas cosas. Nos parece que el muy significativo éxito de un libro como El infinito en un junco, de Irene Vallejo, se puede interpretar a este respecto como un verdadero signo de los tiempos.
Y por cierto: en relación con el “oxígeno” que permite respirar a una civilización, pronto vamos a descubrir que, después de los dos ídolos que nos han fascinado durante los últimos tres siglos (primero, el oro, durante la era industrial; y últimamente, durante la era post–industrial, el dinero fiat, es decir, la fantasmagoría de una pura nada voluntarista y la supuesta omnipotencia de los Bancos Centrales), el verdadero oxígeno que hincha los pulmones de un hombre y de una civilización es, siempre y únicamente, el espíritu. Lo más inasible, pero también lo más real. El indestructible espíritu humano, nutrido del espíritu que está presente en todas las cosas. El espíritu que, viniendo desde lo más profundo de nosotros y del ser del mundo, luego se difracta en una miriada de perspectivas, dando nacimiento a todas las polimórficas manifestaciones de la vida, de la civilización y de la cultura. Sea un beso de una madre en la frente de su hijo, una romanza bajo un balcón, una apertura de ajedrez, un sutil argumento filosófico, un claustro románico, un sistema de riego más eficiente o una nueva proyección cartográfica.
Redescubramos todos juntos ese mundo, ese nuevo continente hacia el que expandirnos. Para crear nuevas formas de aventura personal y colectiva. Para crear una nueva civilización, una nueva forma de estar juntos. Para demostrar a gente como Klaus Schwab que su proyecto de tiranía global está destinado al fracaso y que los seres humanos nunca sacarán lo mejor de sí mismos bajo la ley del control y del miedo, sino bajo la ley eterna del bien y del amor.
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