Incomprensible nacionalismo

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¿Existen las “pertenencias naturales”? Hace tiempo que alcanzamos una conclusión negativa. La vinculación que se siente respecto al lugar de origen o al lugar de acogida es siempre una construcción cultural. Uno puede nacer en Sevilla y sentirse, después de 30 años, tan castizo como los aires de Ruperto Chapí. Pongamos por caso: tus padres pueden ser de Mérida, verse obligados a abandonar su Extremadura natal en busca de esas oportunidades que antes sólo se daban en las regiones mimadas por el régimen de Franco y tú, ahora, sentirte un “vasco muy vasco”, como diría el energúmeno aquél, o un Catalán de tópico: de butifarra y masía.
 
El arraigo es algo que todos nosotros construimos, en mayor o menor medida y según el carácter de cada cual, con el transcurso del tiempo y el uso de las más sutiles herramientas culturales, ya sean la nostalgia, la esperanza, la ira, etc. A veces respondiendo incluso a motivaciones menos elaboradas como la moda, el interés, o el deseo de sentirse diferente o superior, que entre ambas orillas no hay más que un paso.
 
Decía Baroja, que del tema sabía lo suyo, que el nacionalismo se curaba viajando. Pero sería necesario apostillarle: “¿viajando por dónde, Don Pío? Considere que en las ya lejanas décadas del nacionalismo centralista se prometía a los jóvenes excursionistas de camisa azul y cisne plateado, a ritmo de canción de marcha y campamento: “veremos las montañas / y ríos al pasar / al conocer la Patria / mejor la hemos de amar…”
 
Discutir, en todo caso, el sentimiento de arraigo respecto a un determinado lugar o una determinada forma cultural es un asunto contradictorio. Quien se pretende angélicamente ubicado en regiones intelectualmente más elevadas y a salvo de las fuerzas de atracción telúricas del terruño no hace sino afirmar su coherencia con un sistema de ideas en el que se encuentra, él mismo, culturalmente arraigado. Racionalista, Utilitarista tal vez. 
 
Pero, ¿acaso existe la cultura racionalista o la utilitarista al igual que la vasca o la catalana? Nuestra respuesta puede resultar paradójica: ojalá fuese así, pues eso implicaría que nos resta al menos un hogar virgen al que retornar. Lamentablemente estas culturas tradicionales se encuentran tan debilitadas ante el gran pensamiento único universal como pueda estarlo la cultura castellana, la lusa o la gallega por circunscribirnos al entono que más nos interesa. En materia de consumo, de producción cultural, de filosofía, de música y, en fin, de todo aquello que tendemos a clasificar dentro del concepto genérico de cultura: ¿qué separa a un joven catalán, vasco o castellano de un joven de Londres, París, Tokio o Nueva York? ¿En qué son profundamente diferentes? Y no vale mirar hacia atrás: ¿en qué basan la radical distinción que pretenden de cara al futuro, en qué serán diferentes cien años después?
 
Hay un intento falaz por identificar herencia e identidad cultural con nacionalismo. Pero son cosas diferentes. La herencia está ahí, paradójicamente abierta a todo aquél que sienta deseos de abrazarla pues ser vasco, catalán o castellano es en definitiva una cosa que se aprende, es cuestión de neuronas y no de genes. El nacionalismo, sin embargo, no es otra cosa que el intento por manipular esos sentimientos que aquí afirmamos como nobles a favor de las elites administrativas locales. Pone, en definitiva, la conciencia de una herencia cultural al servicio de intereses espurios, especialmente de índole económica.
 
Una situación que, bueno es recordarlo, padecemos merced a una lesiva Ley Electoral que ni la mayoría absoluta del PP ni la debilidad del PSOE han tenido redaños de derogar.

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