Y la belleza, queridos imbéciles que nos rodeáis, lo es todo: la quintaesencia, el latir mismo, inaprensible y verdadero, de lo que es el mundo y de lo que somos todos, ese “todos” que también vosotros sois, si es que aún sois algo, si es que aún no os habéis disuelto en la nada por la que os despeñáis, mis queridos coetáneos de la segunda década del vigesimoprimer siglo de nuestra era vulgar.
Y si la belleza ha estado dos mil años enterrada bajos las cenizas del Vesubio asesino y salvador; y si la belleza procede de uno de los escasísimos frescos que de Grecia y Roma nos han llegado; y si, venciendo como siempre vence a la muerte, la belleza nos estremece hoy unciéndonos al abrazo que nuestros ancestros nos envían; y si Leda y el cisne (el fresco que acaba de ser descubierto en Pompeya) expresa, además, toda la sensualidad de quien casi desnuda (¡ay, esa mirada que se abisma entre fulgores, incertezas y promesas!) se apresta a recibir los amores del dios que, travestido en cisne, se la mira arrebolado; si ello es así, entonces un día como hoy las campanas habrían tenido repicar jubilosas, y cantarse un Tedeum al Dios de los cielos, y los otros ser honrados con sacrificios, ritos y cantos.
Nada de ello, sin embargo, ha tenido ni podía tener lugar. Perdida en medio de la Sección de Cultura de los periódicos (“Cultura”, dicen…), todo lo que se ha conocido es la noticia de un curioso y pintoresco hallazgo. A nadie, por supuesto, ha conmovido, a nadie ha sobrecogido.
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