Juan R. Sánchez Carballido.
No es cierto, no hay necesidad de decirse progresista para hurtarse a la fuerza gravitacional de la caterva carca. Uno puede proyectarse en el futuro sin necesidad de renegar de su origen ni de los factores de un comienzo, a pecho descubierto, a la manera inmensa del poema irrepetible de Gabriel Celaya.
Es difícil entender cómo la simpleza del aserto fundamental del “progresismo” ha podido seducir a tanta gente: “Todo lo que es moderno y nuevo es además bueno en sí mismo” (versión fuerte) o, al menos, “es mejor que todo lo anterior” (versión económica, en rústica, de bolsillo). Pero así ha resultado al cabo y decirse “cualquier cosa menos progre” es, en el más leve de los casos, motivo de sospecha, recelo e incomprensión.
Esta cosa del progresismo surge por la intersección de dos planos sin consistencia entre sí, sin trabazón posible entre los elementos que los constituyen, como aquello del tocino y la velocidad. Son el plano temporal (moderno, nuevo) y el plano moral (bueno).
No han sido suficientes 26 siglos de filosofía para determinar qué es lo bueno. A cambio, hasta un niño aprecia que algo es nuevo y moderno si se diferencia apreciablemente de cuanto lo ha precedido. El “progre” no necesita más para apuntalar su raquítico sistema de valores: lo nuevo es bueno por nuevo, lo viejo es malo por viejo.
Pero hay más. La mentalidad progresista se encuentra plenamente inscrita en esa tradición ideológica que, por pura convención, aún referimos como izquierdismo. Una mezcla difusa entre una serie de máximas descontextualizadas del marxismo y del cientificismo… que implican una doble contradicción en los términos.
Primera contradicción: en aplicación de esa dialéctica elemental de la que se reclaman los “progres”, el marxismo es anterior al fascismo y, en consecuencia, peor. Éste supuso una novedad sobre aquél, circunstancia que habría de encumbrarlo –lógicamente- como una ideología de superior calado y mayor grado de desarrollo. En definitiva: mejor. Algo que, al parecer, sólo estaban dispuestos a admitir los propios fascistas.
Segunda contradicción: después de apoyarse en la Ciencia como gran luz de la Humanidad hacia su ineludible destino, los “progres” no pueden soportar hoy las novedades científicas de vanguardia. Se debe esta resistencia a que tales novedades discurren cada vez más cercanas a los heréticos y retrógrados niveles de la espiritualidad o la metafísica, especialmente en los campos de la física teórica, la psicología y la biología. He aquí la aporía: para la mentalidad progresista no es necesariamente mejor la nueva ciencia que la vieja ciencia, sino aquella que se sirva a sustentar los principios teóricos que defiende.
Confrontada a esta doble contradicción, la mentalidad progresista denota su verdadero rostro. Un rostro que, en puridad, no se diferencia gran cosa de otras “revelaciones” al uso. El discurso “progre” no gira en torno a la Verdad, sino a la Bondad; lo bueno es simplemente lo que ayer se tenía por malo. Por tal motivo, el “progre” es en esencia el individuo que se opone a conceder validez a las normas morales heredadas del pasado por el simple hecho de serlo. Y reflexiona, discute y legisla atendiendo a ese dogma elemental.
Pero al tiempo de oponerse al progreso real del conocimiento y de la cultura (que, entre otras aportaciones, nos han permitido recuperar el valor hermenéutico intrínseco al concepto de la tradición), el “progre” se aferra ignorándolo a su propia tradición.
Al “progre” no le queda otra opción que aceptar sin escrúpulos morales cualquier novedad (ya se trate del movimiento skin, la prostitución infantil o la globalización neo-liberal, perlas originarias de nuestro tiempo presente), u orientar su juicio conforme al sistema de valores que ha heredado por su tradición izquierdista. Pero téngalo presente: no hay tradición sin herencia, sin historia, sin memoria, sin antiguas o viejas verdades y sin afán –diría José Antonio- de emular lo mejor.