Hace falta un cambio. No es una consigna multitudinaria, capaz de arrojar a la gente a las calles blandiendo cacerolas. Se trata más bien de un juicio cauto, restringido a pequeños sectores cultos, de derecha y de izquierda (suponiendo que tales conceptos signifiquen algo todavía), con una evidente preocupación crítica hacia determinados aspectos genéricos de las sociedades democráticas.
Ese cambio tiene poco que ver con un famoso lema electoral, que en 1982 dio el triunfo electoral absoluto al Partido Socialista en España. Es de un calado diferente, de rango antropológico antes que político o sociológico. El cambio que se alienta concierne a los tipos humanos en presencia, y no hay nada más plástico e inclusivo en esta materia que el concepto de figura de Ernst Jünger: “una construcción ideal que por sí misma da cuenta del espíritu de un tiempo, una imagen que por su intensidad afectiva es capaz de expresar el aliento de los hombres en una situación dada, y de hacer que los hombres se reconozcan en ella”, según la definición magistral de José Javier Esparza.
Dos figuras aparentan hegemonía en estos tiempos extraños, que reclaman para sí la reflexión filosófica y el juicio sobre la necesidad del cambio. Tales figuras son: el liberto y el pragmático.
El liberto constituye el tipo humano más común. Se corresponde con el individuo que se cree recién liberado de alguna forma de nebulosa esclavitud, heredada de la noche de los tiempos. El liberto consagra cada pulsión de su vida a practicar y defender esa hipotética conquista. La esclavitud se ejercía, al parecer, en los ámbitos comunes de la pertenencia colectiva (la sociedad, la comunidad, el Estado, las iglesias, etc.); por ello, el ejercicio de la libertad privada, íntima e individualista, se erige a ojos del liberto como el bien supremo, Sólo la coerción moral sobre ese ejercicio activa socialmente al liberto, con una radicalidad muy superior a la que exhibe ante las regulaciones políticas o policiales de esa libertad. El liberto es, en esencia, un ser pasivo, hedonista y gregario cuyo alcance vital no parece ir más allá del salón de su casa, con una lata de cerveza, otra de aceitunas y una buena dosis de telebasura. Su advenimiento es bastante reciente, pues se vio demorado en la década de los 80 por la pujanza de otra figura, la del “buscador de la felicidad”. Como toda búsqueda, ésta entrañaba un trabajo, un esfuerzo, una voluntad asertiva que –por evolución natural hacia el mínimo esfuerzo- ha desaparecido del entorno del liberto, legándonos un tipo humano átono e idiotizado (en el sentido aristotélico del término.)
La segunda gran figura contemporánea es la del pragmático, el individuo que encara cada situación de la existencia desde la perspectiva del rendimiento y la maximación del beneficio. Su ideal de vida es obtener partido, réditos materiales crecientes y acumulables. La rentabilidad, la ganancia neta, es el bien supremo ante el cual las fuentes clásicas de la moralidad (Dios, el hombre, la naturaleza o el Gran Arquitecto del Universo, pongamos por caso) adquieren un tinte relativista. Lamentablemente, el pragmático no se contenta con circunscribir su actuación al mundo de los negocios, aunque es evidente que su presencia representa el último estadio de degeneración implícito en “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, aquel donde el interés cobra plena autonomía respecto a los presupuestos morales y religiosos sobre los que se asienta. Con todo, el pragmático no es una figura exclusiva del capitalismo. En puridad: encarna también el ideal humano del contable, otra buena figura, horizonte antropológico propuesto por Kart Marx en el libro tercero de El Capital.
Son éstas, en suma, las figuras susceptibles de ser cambiadas por vías de una radical sustitución. Todo cuanto quede por debajo de este nivel de crítica está encaminado a apuntalar la decadencia de lo humano. Aunque toda propuesta de cambio está obligada a proponer figuras alternativas: el santo, el héroe, el sabio, el soldado, el artista, el mago, el campesino, el artesano, el trovador, el caballero, el maestro, el discípulo, los padres, los hijos y un sinfín de propuestas complementarias pujan por erigirse en figuras para los nuevos tiempos. También los hobbits, los elfos o los personajes de Pérez-Reverte, pues conocemos que la poesía es un arma cargada de futuro. Se trata de adoptar una figura como norma y forjarse la propia realidad cotidiana con arreglo a sus patrones de guía. En la propuesta de Alain de Benoist: 1. Fijar nuestra propia norma, y atenernos a ella. 2. No ceder. No plegarse. 3. Defender contra todos y aún contra uno mismo la idea que uno se hace de las cosas y que querría poder hacerse de sí mismo. 4. El honor: no faltar nunca a las normas que uno se ha dado. Poder estar orgulloso de uno mismo. 5. El modo como uno vive sus ideas vale más que esas ideas. El modo en que se vive vale más que lo que uno vive, y a veces más que la misma vida.
Hay mucho por hacer. Porque el cambio no acontecerá cuando lleguemos a ser muchos, sino cuando lleguemos a ser todos.