Ha transcurrido ya más de una semana desde que la Comisión Europea anunciara su decisión de imponer a Telefónica, la compañía hegemónica en el mercado español de las telecomunicaciones, una multa ejemplarizante por razones de competencia. Quizás las aguas se hayan calmado lo suficiente para intentar una valoración serena de lo acontecido.
El modelo europeo de las telecomunicaciones mantiene que la competencia en este mercado no debe establecerse a partir de una duplicidad de las redes físicas. Todos los países de Europa contaban, desde los primeros momentos de la liberalización, con unas infraestructuras de telecomunicaciones desarrolladas y desplegadas con alcance prácticamente universal en su cobertura geográfica. Cuando Bruselas acepta la necesidad de terminar con los modelos monopolistas de explotación de estos mercados, idea auspiciada por la cumbre de la OMC de 1997, tropieza con una realidad insoslayable: en la mayoría de los casos esas redes de telecomunicaciones no son propiedad del Estado sino de las operadoras. Es el caso de Telefónica, compañía que en ningún momento de su historia (la CTNE se constituye en 1924) se ha subvencionado a través de los Presupuestos Generales a pesar de contar con el Estado entre sus principales accionistas.
Cuando se procede a la privatización de Telefónica se genera una situación de hecho donde las redes nacionales de telecomunicaciones pasan a manos privadas y a ser propiedad de una sola compañía. En rigor, la competencia en el sector debería derivarse de la construcción de redes alternativas a las de este operador establecido; sin embargo, la experiencia de las empresas cableoperadoras muestra que este entable de mercado, más que acortar, prolonga el final del monopolio. El tendido de redes es una operación lenta y de altísimo coste inversor. Si se hace depender la apertura del mercado a la construcción de nuevas redes, la competencia corre el severo riesgo de no llegar a establecerse nunca.
Se hace entonces imprescindible conceder todo tipo de facilidades a las compañías susceptibles de operar en este mercado y se opta por obligar a Telefónica a compartir su red, una posibilidad que nadie osó insinuar durante el periodo de privatización de la compañía y que constituye, de todo punto, un quebranto del principio de la confianza legítima.
Toda la liberalización del sector reposa, pues, sobre la ficción de que los operadores alternativos ofrecen algo diferente a lo que dispone el operador establecido. En realidad, la única diferencia está en el precio ya que los organismos reguladores (en España, la CMT) obligan a los operadores incumbentes (en España, Telefónica) a mantener precios artificiosamente altos para hacer más atractivas las ofertas de servicios que los operadores entrantes van a revender.
Como en cualquier esquema de reventa, el beneficio del revendedor (llámese France Telecom, British Telecom, Jazztel, etc.) procede del margen comercial que le permite el precio mayorista. Ese precio lo fijan las autoridades regulatorias nacionales. Telefónica debe obediencia a la CMT, una entidad que nunca ha dado la menor muestra de simpatía hacia el exmonopolio. Pero Bruselas sueña desde hace meses con recabar para sí todo el poder regulador de la Unión, hallando en su camino la tenaz resistencia de unos reguladores nacionales encantados con sus parcelas de poder y sus estatus sancionadores.
Aciertan plenamente quienes valoran la multa estratosférica impuesta a Telefónica, de 150 millones de euros o 25.000 millones de pesetas, como resultado de una lucha de poder entre la autoridad regulatoria nacional y supranacional europea. En buena lógica se expresaba recientemente Reinaldo Rodríguez al afirmar que tal multa debería haber sido impuesta a la entidad que aprobó los precios, la CMT que él preside, y no a quien los aplicó cumpliendo la Ley (en contra de sus intereses, sería justo apostillar.)
En Alemania, el Gobierno de Merkel ha adoptado un clarísimo posicionamiento a favor de Deutsche Telecom en el contencioso que la operadora mantiene con los reguladores alemán y comunitario respecto a la explotación de las nuevas redes de fibra óptica. En España, el Gobierno de Rodríguez Zapatero aún no ha logrado superar su afasia.