La figura de Franco es, en últimas, lo que menos importa en el asunto de la tumba del Caudillo que ese tal Sánchez (socialista aupado al poder con los votos de los comunistas y separatistas) quiere exhumar en el Valle de los Caídos. Lo que importa ante todo no es siquiera la impugnación del régimen franquista. O si ésta importa, es por otro motivo: para lavar el pecado original del actual régimen y consagrar una de las mayores falsificaciones históricas.
El pecado original del régimen consiste en lo siguiente: el Caudillo se murió en la cama, nadie lo derrocó y es el propio franquismo el que, a fin de cuentas, dio paso al nuevo régimen liberal, en cuyo advenimiento nada pintaron unos antifranquistas reducidos a una insignificante minoría social.
La gente de izquierdas aún no se ha repuesto de ello. La amargura y el resentimiento, o hasta el odio, hacia “la otra España” han llenado sus corazones (mientras que la derecha liberal, temerosa de ser acusada de franquista, escondía la cabeza bajo el ala) y han acabado rompiendo el pacto tácitamente firmado en 1977 entre las dos Españas: pasemos página, enterremos la guerra civil, olvidemos las matanzas cometidas por unos y otros, perdonen aquéllos el asesinato de Lorca, perdonen éstos el de Ramiro de Maeztu y de Pedro Muñoz Seca.
Ah, ¿no saben ustedes quiénes son estos dos últimos (y grandes) autores?[1] Quizás ignoren también que se cometieron espantosas matanzas por parte de los mansos corderitos de aquella República que, tildada de democrática, fue vilmente asaltada por los malvados “fascistas”. Es normal, desde hace ochenta años sólo la voz de los vencidos de la guerra ha resonado en toda Europa. Su versión de los hechos es la única que se ha oído.
Es esta versión —esta falsificación histórica— lo que pretende ratificar la profanación de la tumba de Franco. Con el quebrantamiento del pacto de reconciliación entre las dos Españas, esta falsificación es la que, desde los medios hasta la enseñanza, se propaga constantemente en toda España. Y en el extranjero también. Así, el ensayista Thierry Wolton escribía el pasado 24 de agosto en Le Figaro: “No cabe duda de que Franco es el responsable de la guerra civil de 1936-1939 al haberse alzado contra un gobierno republicano democráticamente elegido”.
¿No cabe duda? ¡Vaya si cabe! Primero, porque el gobierno “democráticamente elegido” en febrero de 1936 había ganado las elecciones gracias a un descarado pucherazo suficientemente demostrado por los historiadores. Pero además, y ello aún es más fundamental, lo que estaba en juego al sublevarse Franco y los demás militares, no era en absoluto un envite contra la democracia. De lo que se trataba era de cerrar el paso a la revolución comunista que los socialistas y sus aliados en el poder —sus proclamas son explícitas— estaban preparando después de su primer intento fracasado dos años antes.
Sea como sea, ¿cómo justificar —se dirá— que la tumba del jefe de un Estado que no era en absoluto democrático esté presente en un lugar tan emblemático como el monasterio del Valle de los Caídos (una de las escasas obras maestras, por cierto, de una modernidad cuya arquitectura carece casi por completo de ellas)? Con semejante razonamiento, si en los monumentos sólo pudieran estar enterrados dirigentes democráticos, casi ni uno solo quedaría en pie, debiendo emprenderse con la mayor de las urgencias incontables desenterramientos. Empezando por la tumba, en los Inválidos, de cierto emperador y continuando, en El Escorial, por las de los reyes de España. De los sepulcros de los reyes de Francia ya dieron buena cuenta en Saint–Denis los revolucionarios franceses, adelantándose, hace más de dos siglos, a lo que en España intenta hoy el tal Sánchez.
© Boulevard Voltaire
(Traducción del propio autor.)
[1] No se olvide que el artículo ha sido escrito para el periódico francés Boulevard Voltaire. Dado el patrio panorama, tampoco está de más, sin embargo, la anterior observación.