Ya están aquí los seiscientos y pico africanos procedentes del Aquarius que han sido recibidos con el mayor júbilo y satisfacción por nuestra ciudadanía de caritativo espíritu y generoso ánimo. Salvo en los comentarios masivos y furibundos dejados en los artículos de la prensa bienpesante, la llegada del barquito no ha suscitado, en efecto, ni una sola voz en contra. Aún menos por parte del conjunto de la clase (vulgo, casta) política, comprendidos todos sus pelajes, con inclusión de las autoridades civiles, militares y eclesiásticas (cumpliendo estas últimas la exhortación del papa Paco a acoger la mayor población foránea que quepa en la vieja Europa). Todos ellos han dado muestras de gran corazón al acoger a los náufragos enviados por las oenegés negreras exportadoras de mano de obra barata, tras las cuales, y en particular tras SOS Mediterranée, propietaria del Aquarius, pende la alargada y siniestra sombra de la Open Society de George Soros. A los llegados a Valencia cabe también añadir (pero éstos han entrado mucho más discretamente) otra remesa de unos 1.100 más que han llegado en un alud de pateras procedentes de Marruecos, donde, según cuentan, es inimaginable que se produzca semejante riada sin contar con la bendición de las autoridades marroquíes.
Y esto es sólo una gota, una ínfima gotita de agua. Son cientos de millones los que están aguardando en toda África, donde la muy musulmana Nigeria ya habrá alcanzado por sí sola en pocos años una población equivalente a la actual de toda la Unión Europea. Y siguen pariendo y pariendo… y soñando todos en llegar a la Tierra de Jauja de Europa, smartphone en ristre y unos 4.000 euros desembolsados para pagar el viaje a los negreros.
Y el tema —caso único en toda Europa— ni siquiera figura en la agenda política de nadie. Salvo en la de VOX, la única formación a la que los últimos sondeos ya atribuyen dos diputados en unas próximas elecciones (sí, sólo dos escuálidos diputados, pero todo es empezar y el asunto deja profundamente consternados a todos los demás: rojos, progres, liberales, peperos, ciudadanos…)
¿Por qué? ¿Por qué esa ceguera nuestra frente al fenómeno de mayor alcance —la Gran Sustitución lo llaman en Francia— que amenaza hoy a una Europa cuya base étnico–cultural quedará totalmente transformada a partir del momento en que las poblaciones venidas de otros continentes lleguen a alcanzar, dentro de no más de dos o tres generaciones, el 50 por ciento (y subiendo, con su demografía galopante) de nuestra población?
¿Por qué? ¿Por qué ello no inquieta a casi nadie? Por la sencilla razón de que cualquier razonamiento en términos de etnias y culturas es irrelevante tanto para quienes la predican como para quienes han sido predicados y amamantados en la ideología del Hombre-Individuo Único, Universal, Abstracto y Desarraigado. Si se considera que hablar de “base étnico–cultural” es simplemente una falacia o una irrelevancia (o algo mucho peor: una impostura racista), ¿qué importa entonces que se modifique de arriba abajo semejante irrelevancia?
A partir de ahí sólo cabe una postura: acoger sin tasa ni freno a todos los millones que quieran venir. Y para ello, quitar, por ejemplo, como quiere hacerlo el actual gobierno, las concertinas de las vallas de Ceuta y Melilla a fin de facilitar que los asaltantes las puedan asaltar con mayor comodidad. Y si todo ello origina un obvio “efecto llamada”, lo que corresponde hacer es “¡aumentar al máximo los efectos llamada!”, como reclamaba ayer mismo un cura de ya no sé dónde.
Pero ¿qué hacer, se dirá, cuando las pateras están ahí y las ONGs de Soros lanzan buques para embarcar a mansalva a quienes están dispuestos a jugarse la vida para acceder al Reino de Jauja? La solución es muy sencilla: hay que socorrer, por supuesto, a los náufragos. Los buques de las armadas europeas que deberían constituir un auténtico cordón sanitario en el Mediterráneo, tienen la obligación de salvar, por más temerario y voluntario que haya sido su naufragio, a cuanto náufrago se encuentre en el mar. Recogerlos, sí… para devolverlos de inmediato a su punto de partida e impedir —es lo que exige la más simple humanidad— que con el éxito de su intento se sigan produciendo más naufragios, más muertes y más desarraigos.