Hasta ahora, hasta no hace mucho, los ataques contra el espíritu y la belleza emprendidos por el nihilismo contemporáneo se habían limitado a la producción de basura a la que se suele adjudicar la pomposa denominación de “arte contemporáneo”.
Detengámonos un momento en esta denominación, que suele ser dada no sólo por los fabricantes del pretendido arte, sino también por quienes lo denigran y combaten. Lo cual es grave, gravísimo incluso, porque consiste en nada menos que en nombrar algo (el pretendido “arte contemporáneo”) atribuyéndole el nombre (“arte”) de aquello precisamente que tales producciones —tales “cosas” que ni siquiera merecen ser llamadas “obras”— combaten e intentan de hecho destruir.
Y los nombres tienen su importancia. No, no se trata en absoluto una cuestión bizantina. Si usted llama “arte contemporáneo” a, por ejemplo, un simple vaso lleno materialmente de agua (no a su reproducción, no a su pintura) como el que se vendió hace unos tres años en ARCO; o si usted llama “arte” a la “Mierda de artista”
que, evacuada en el sentido literal del término por el “artista” italiano Piero Manzoni en el año 1961, y que éste vendió a precio de oro después de haberla medito en latas que, pese a estar herméticamente cerradas, el paso de los años y la acumulación de gases hicieron que acabaran estallando en las narices de sus ricos propietarios; o si usted llama “arte” a los montones de basura que han sido tantas veces diligentemente retirados por probos aunque equivocados empleados de la limpieza de museos y galerías; si a todo eso usted a eso lo llama “arte” está reconociendo ya de entrada, aunque lo combata, que todo eso algo al menos tiene que ver, así sea indirectamente, con el arte y lo que le es propio: la belleza. Y sí, en efecto: algo tiene que ver: como la muerte tiene que ver con la vida a la que aniquila.
Ahora bien, como a las cosas hay que designarlas, démosle, pues, al pretendido “arte contemporáneo” el único nombre que le corresponde. El de “artebasura”.
Una basura que, como decía al principio, ha constituido durante muchos años la única forma a través de la cual el mundo de lo políticamente correcto, el mundo de la degeneración nihilista, se ha dedicado a atacar al espíritu y a la belleza.
Pero he aquí que un nuevo frente se ha abierto hace no demasiado tiempo. Se trata de un frente consistente no ya en dejar la belleza antigua relegada en los museos y en producir mierda contemporánea, sino en atacar también las grandes obras de la historia del arte, ya sea deformándolas, ya sea retirándolas sin más trámite de los museos.
Retirándolas como sucedió, por ejemplo, el pasado mes de enero en la Manchester Art Gallery, cuya directora retiró de la exposición permanente del museo el lienzo Hilas y las ninfas
del pintor prerrafaelita John William Waterhouse, arguyendo una variante hasta ahora nunca vista del puritanismo y de la mojigatería, a saber, que el cuadro muestra «el cuerpo femenino como una forma pasiva y decorativa tanto como en el de una “mujer fatal”». Parecidas razones fueron también argüidas recientemente en acciones de censura, como cuando el pasado mes de marzo los carteles conmemorativos del centésimo aniversario del pintor austriaco Egon Schiele, impresos ya para ser colgados, en ciudades de Alemania y del Reino Unido
fueron censurados por las autoridades, colgándoles, como hacían sus antecesores eclesiásticos, una infame (y bastante mayor, por cierto) “hoja de viña” destinada a cubrir sus obscenas partes pudendas. Tercer y recién ejemplo, el del pasado mes de diciembre, cuando se formuló una petición formal para que el Met de Nueva York retirara un famosísimo cuadro de Balthus,
titulado Teresa soñando, y donde una hermosa y sensual Lolita anda efectivamente envuelta en ensueños. Al menos esta vez la dirección del museo no cedió y el cuadro se mantiene (por ahora) en su sitio.
Hay más. Todo lo anterior es obra o reflejo del espíritu multiculturalista, “deconstructor” (por usar su término), demoledor (por usar el que corresponde) tanto de culturas y pueblos, como de identidades y sexos hoy indebidamente llamados “géneros”, la cual deconstrucción también se abate sobre el arte.
En fin, “deconstrucción” y “multiculturalidad”… Vayamos de nuevo con cuidado con las palabras, pues esta gente tampoco pretende exactamente demolerlo todo en un totum revolutum de identidades y culturas, sino que, tomando la venganza, tratan imponer otras culturas y otras identidades en el lugar de las nuestras. Así, por ejemplo, una tal Harmonia Rosales, pintora afro–cubana, o dicho en román paladín, mulata de Cuba, ha tenido el atrevimiento de tocar con sus manazas obras entre las más sagradas de las sagradas. Pinturas como El nacimiento de Venus de Botticelli, donde la diosa que emerge, desnuda y gloriosa, “por los céfiros lascivos empujada”, que decía Poliziano, aparece ahora…
como una mujer negra, al igual que Dios y el Adán pintados por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina son asimismo un Dios y un Adán negros.
Y así sucesivamente en todas las grandes obras clásicas cuyos autores —blancos todos ellos— tuvieron el atrevimiento —ahora corregido por la mulata cubana— de plasmar sus personajes con los rasgos que eran los propios de la única cultura que ha llegado a engendrar semejantes obras de arte.
¿Por qué?
Dos frentes, así pues, están abiertos contra el arte. Tan grave es uno como el otro. Tan intolerable es la afrenta a la belleza que representa la “Mierda de artista” y todas las demás, aunque no sean fecales, como el ataque a esta misma belleza consistente en prohibir la exposición de grandes obras maestras o en mutilarlas e insultarlas.
¿Por qué todo ello?
¿Por qué sucede y cómo cabe entender este hecho único, extraordinario, acontecido por primera vez en la historia? ¿Por qué esa época nuestra, la única desde los inicios de los tiempos, que ensalza la fealdad y la coloca en el lugar hasta ahora ocupado por lo bello?
¿Tan degenerados estamos? ¿Tan atrofiado está nuestro gusto para confundir lo bello y lo feo? No, no es una cuestión de gusto, eso no tiene nada que ver con la sensibilidad estética. No es una cuestión de tener atrofiado el sentido de lo bello como el ciego tiene atrofiado el de la vista. Degenerados estamos, desde luego; pero no por tener entumecida una determinada sensibilidad —la estética—, sino porque lo que tenemos roto es el nervio vital. Y lo tenemos roto porque lo que se juega en lo bello no es una dimensión —todo lo sublime, todo lo excelsa que se quiera— de lo bonito, de lo primoroso, de lo exquisito. Lo que ahí se juega es la expresión más honda de la verdad, la manifestación más auténtica del ser.
“Lo bello es verdadero, y lo verdadero bello. Esto es todo cuanto os basta saber”, decía John Keats. Pero entendámonos: esta verdad de la belleza no es la verdad empírica, chata, pragmática, inmediata. Es una verdad superior. “Tenemos el arte para no perecer —decía precisamente Nietzsche— a causa de la verdad”. A causa, hay que entender, de esta verdad pragmática, estrechamente racionalista o utilitarista que, limitándonos a ella, nos hace parecer, y a traspasar la cual nos empuja el arte, el cual —decía Goethe— no es otra cosa que “el estremecimiento ante lo sagrado”.
Y lo sagrado…, ¿qué es lo sagrado?
Lo sagrado, ¿no es esa cosa de los curas y la religión?
No, en absoluto. También lo puede ser. Lo ha sido, sobre todo, pero lo sagrado no tiene por qué limitarse en modo alguno al ámbito de lo religioso, de igual forma que también puede existir (de hecho existió en tiempos del antiguo paganismo) una dimensión religiosa de la vida que tenga muy poco que ver con lo que por religión entendemos hoy.
Lo sagrado es —para condensar las cosas— ese aliento superior en el que, hecho de luz y de misterio, late la verdad, palpita el sentido más profundo del mundo, de la vida y de la muerte; un aliento superior que sentimos —lo sentimos, pero no lo aprehendemos; nos embarga, pero no capturamos— a través de todo un conjunto de imágenes y símbolos que pueden ser, como decía antes, tanto de naturaleza religiosa como profana.
Y entre estos símbolos e imágenes, los del arte desempeñan un papel de particular relevancia.
Pero hay más. El arte (o lo que del arte queda después de la destrucción emprendida contra él) es, a día de hoy, el único ámbito donde late o puede latir todavía el aliento de lo sagrado. Por ello, sin duda, los sañudos ataques que (sin que haya, por supuesto, ningún plan preestablecido o premeditadamente diseñado) se emprenden contra él en la búsqueda generalizada de la desacralización total del mundo.
Por ello también, porque el dios del arte es —por retomar la famosa sentencia de Heidegger en su entrevista póstuma— el único que nos puede salvar, es por lo que resulta tan importante, tan crucial, la afirmación —y la creación, sobre todo— de arte, y de arte grande, de arte de gran estilo, en el mundo de hoy.
¿Qué hacer para salvar el arte?
Siendo todo ello así, se plantea entonces la gran pregunta. ¿Qué hacer, concretamente hablando, frente a los ataques que en nuestro mundo recibe el arte?
Sólo caben dos posibilidades. O bien aullar junto con los lobos, es decir, integrar (por acción o por omisión) la gran manada del nihilismo, inclinar la cerviz y aceptar sus desmanes. O bien, combatirlos, defenderse, contundentemente. Con todas las armas que estén a nuestro alcance. Incluidas las de la ley, en el supuesto y utópico caso (hoy por hoy) de que rigiera los destinos del mundo un Estado que no fuera cómplice o impulsor de tales desmanes.
Hablando en plata y por que no quede la menor duda: ¿hay que permitir o hay que prohibir semejantes desmanes?
Ahora bien, ¿cómo se compagina una tan contundente actitud con el principio primero que rige a nuestras sociedades democráticas, y que no es otro que el de la libertad de expresión, incluida por supuesto la libertad de expresión artística?
Vayamos por partes.
Ya hemos visto que estos ataques son de dos tipos. Tenemos, por un lado, los ataques consistentes en censurar las grandes obras de arte que la neomojigatería feminista y transgénero considera o bien que son ofensivas para la mujer, su belleza y su voluptuosidad, o bien que son contrarias a la ideología de la multiculturalidad y del racismo antiblanco que no puede tolerar, como en el caso de la mulata cubana, que las culturas africanas no hayan creado ninguna obra como las que dicha señora se dedica a profanar.
En todos estos casos el asunto es claro y sencillo. Es precisamente el principio supremo de la libertad de expresión el que se puede y debe invocar para combatir las afrentas cometidas contra el arte.
Las cosas, sin embargo, se complican cuando, dejando de atacar las grandes creaciones del pasado, el artebasura contemporáneo se pone a fabricar su propia basura.
¿Qué se debe hacer en tal caso? Formulo más concretamente la pregunta: ¿qué deben hacer en tal caso los poderes públicos para combatir tal degeneración? ¿Cruzarse de brazos? ¿No hacer estrictamente nada? ¿Laisser faire, laisser passer [Dejar hacer, dejar pasar], según reza la norma primera del liberalismo?
¡Ojalá, al menos, actuaran así! ¡Ojalá no hicieran nada de nada! El problemas es que hacen. ¡Vaya si hacen! ¡Y cómo! Fomentan, subvencionan, engalanan plazas y monumentos con horrores múltiples y mamarrachadas diversas. He aquí algunas muestras:
¿Qué se debe hacer? En primer lugar, acabar con tales horrores, por supuesto. Y acabar con las subvenciones. Y cerrar los autodenominados “Museos de Arte Contemporáneo” que, por no se sabe qué espurias pero fácilmente imaginables razones, se han construido en todas y cada una de las capitales de provincia del Reino de España. Y dejar de subvencionar, y de apoyar con la presencia de las máximas autoridades del Estado, Sus Majestades incluidas, adefesios del tipo de ARCO.
¿Bastarían tales medidas para acabar con la plaga? No bastarían, es cierto, pero representarían al menos un gran paso adelante.
No bastarían por varias razones. En primer lugar, porque lo que está en el fondo de toda esa degeneración son razones de gran calado que nada tienen que ver ni con la producción artística como tal ni aún menos con su subvención estatal. Son razones ontológicas. Son razones que anidan en el fondo del corazón enfermo de unos hombres que saben —como nunca lo habían sabido hasta este punto— que el mundo es incierto, que las razones que lo conducen son indeterminadas, aleatorias, carentes de cualquier sólido fundamento; y ante ello, incapaces de hacer frente al gran reto de la libertad que de tal modo se abre, se abisman agarrándose como náufragos a lo único que se presenta ante sus ojos con apariencias de algo sólido y consistente: el dinero, los objetos, los placeres y diversiones efímeras de la vida… La vacuidad, en suma, de una existencia en la que nada grande, nada sublime, anida.
Tampoco bastarían las medidas consistentes en dejar de fomentar el artebasura porque —a un nivel más inmediato—, si el Estado deja de pagar, ya sería el Mercado —este gran sustituto de la antigua auctoritas pública— el que se encargaría de hacerlo.
Sí, es importante el papel que representan el Mercado y la economía en el auge de la degeneración artística contemporánea. Por increíble que resulte, las “mierdas de artista” constituyen un “valor refugio”, como se dice en el mundo de la economía. Se mueven en torno a tales engendros ingentes cantidades de dinero. Ahora bien, si el vil metal contribuye indudablemente a sostener el gran tinglado que se ha creado, ello no explica estrictamente nada. Por la sencilla razón de que no existiría ni una sola obra de artebasura si nadie la comprara o nadie la fuera a ver a ARCO. Imaginen ustedes un solo instante lo que habría ocurrido si en la Atenas de Pericles, en la Roma de Augusto, en la Florencia de los Medicis, en la España de los Austrias, se les hubiera ocurrido a un grupo de avispados granujas montar un tinglado parecido y sacar al Mercado obras parecidas —fabricadas por lo demás en un tiempo récord— con las que llenar sus faltriqueras. ¡Nadie, por supuesto, les habría hecho el menor caso! Nadie les habría comprado una sola obra y, de haber insistido, habrían acabado encerrados todos en un manicomio.
Volvamos a la cuestión de antes.
Habíamos llegado a la conclusión de que es absolutamente necesario, pero insuficiente, dejar de fomentar, subvencionar y aupar el artebasura por parte de los poderes públicos.
¿Qué hacer entonces frente a él? ¿Cómo combatirlo, cómo impedirlo?
La respuesta inmediata, espontánea, de sentido común, salta de inmediato. Debería simple y llanamente ser prohibido sobre la base de dos razones tan simples como claras.
Hacer pasar por arte y vender como arte los engendros que destruyen el arte y aniquilan la belleza, ello constituye un delito manifiesto de estafa penado por el artículo 248 del Código Penal.
Es cierto, cualquier abogado podría argüir que no hay estafa cuando ésta es sabida y consentida, pues “hace falta ser rematadamente idiota —argumentaría— para tomar por arte semejantes obras”.
Quedaría entonces el delito de venta de mercancías adulteradas, el cual está particularmente penado por lo que respecta a la venta de alimentos fraudulentos —en este caso, se trataría de alimentos del espíritu—. La adulteración, en el caso del artebasura, es más que manifiesta, pero también lo es que nunca sería admitida semejante extrapolación a los bienes del espíritu por parte de una sociedad que sólo entiende preservar sus bienes y alimentos materiales.
Dado que ello es así, soy perfectamente consciente de la imposible aplicación de semejantes medidas. Lo único factible serían dos cosas. La primera, dejar de fomentar y subvencionar, como ya hemos dicho, la degeneración artística. La segunda, emprender una amplísima labor de pedagogía y propaganda, tanto desde las escuelas como desde los medios de comunicación, destinada a imbuir en la cabeza de todos algo que, en la cabeza de la mayoría —en la mayoría de la gente sencilla, quiero decir— ya está más que presente. Una idea muy simpley que desde hace varias decenas de miles de años se enuncia de la siguiente manera: Lo bello es bello y lo feo jamás será bello.