Y si, encima, el barco que navega en la tempestad está podrido en su estructura misma, el resultado es fácilmente imaginable. ¡Y todavía se hacían –nos hacíamos– ilusiones! ¡Y todavía se confiaba en las medidas que pudiera emprender el partido provocativamente denominado “popular”! ¡Y todavía atravesaba el aire como la ilusión, la esperanza, de que ganar, ganar… quizá no, pero tampoco una vuelta sin más a la situación de antes del golpe de Estado!
Los vientos que conducen a las tempestades no son otros, por supuesto, que los que el Régimen del 78 ha estado empecinadamente sembrando durante esos cuarenta años de opresión lingüística, cultural y política que ha acabado conduciendo a que España desapareciera del corazón de la mitad de los catalanes. ¿Desapareciera de su corazón? ¡Si al menos hubiera desaparecido!… Pero no. España sigue anclada en lo más hondo de ese corazón y de su hiel: envuelta entre estertores de resentimiento y escupitajos de odio. Y ante sentimientos de tal naturaleza, nada se puede. Nada pueden ni nuestros dos mil años de historia compartida, ni nuestra entrañable lengua común, ni la imposibilidad de mantener un país roto en dos mitades casi simétricas, ni el hecho de que todas las principales empresas se hayan largado de Cataluña, ni que el turismo haya caído a un 25%, ni cualquier motivo o razón. Sólo una furia desmesurada, sólo una hybris incontenible (como llamaban los griegos a lo que consideraban el principal mal que afecta a los mortales) mueve a la mitad de ese pueblo que también se caracteriza –paradójicamente– por esa pusilanimidad alicorta denominada seny.
¿Nada se puede contra semejante estado de espíritu? ¡Oh, sí, se pueden muchas cosas! Pero entre ellas no figura ciertamente la convocatoria de comicios electorales tres meses después, tan sólo, de haber hecho como que se tomaban las riendas del poder autonómico. Máxime cuando, en realidad, nada se ha tomado: ni siquiera la palabra y la imagen escupida desde las ondas de una televisión autonómica que ha seguido haciendo, junto con todos los demás medios, constante campaña secesionista.
Y si en lugar de tres meses hubieran sido tres los años de aplicación —real, no ficticia— del artículo 155, ¿habría ello cambiado algo esencial? No, tampoco. La furia chovinista, patriotera –la negación misma de la idea de patria– no se erradica de un día para otro. El propio separatismo, a través de una larga, tenaz, paciente labor propiamente metapolítica (desplegada en escuelas, medios de comunicación, agrupaciones asociativas…) ha tardado décadas en alumbrar el gran incendio del que vive. Décadas, por tanto, de remodelación espiritual, décadas de un trabajo educativo tan inteligente como bien elaborado, décadas del más fructífero trabajo metapolítico (ya sea desde la iniciativa privada o desde la publica) serán pues necesarias para que amainen las tempestades que los vientos del consentimiento y de la claudicación han sembrado.
Nada de ello, sin embargo, se hará. La limitación mental, espiritual, de nuestras élites –incluidos Ciudadanos: ¡los primeros en exigir esas apresuradas elecciones que les han dado la más pírrica de las victorias– hace que esa gente no vea más allá de sus narices. No tienen otra perspectiva que la de los resultados prácticos, tangibles, inmediatos. Económicos, sobre todo. ¿O por qué os creéis, amigos, que el Registrador de la Propiedad asentado en la Moncloa aplicó con tanta mansedumbre los medios que la ley le ofrecía para derrotar políticamente de una vez por todas el separatismo antiespañol? ¡Por una sencilla razón: nunca tuvo la menor intención de derrotarlo!
Todo lo que quería —él y el conjunto de la oligarquía— era evitar la Declaración Unilateral de Independencia (¡quedaba tan feo entre los magnates extranjeros!) a fin de volver a una situación anterior cuyos trapicheos, pasteleos y componendas les convenían estupendamente.
Y les seguirán conviniendo. Y los seguirán desarrollando. E irán aumentando las concesiones y pleitesías: cupo fiscal, reducción de lo poco que queda de España a una cáscara que denominan “federal” cuando quieren decir “confederal”, etcétera.
Ocurre, sin embargo, que mientras tanto ha surgido una novedad: el pueblo español, ante el inminente riesgo de perder una parte de su carne y de su sangre, ha acabado despertando después de tantas décadas de letargo. ¿Permitirá ese pueblo tan hidalgo, tan digno antaño, seguir siendo pisoteado en su dignidad más íntima? He ahí la cuestión.