Cuando, so pretexto de alzarlo a lo más alto, los dirigentes de un país logran hacerlo caer a lo más bajo, desgarrándolo, entre otras cosas, en dos partes irreconciliablemente opuestas, semejante país no puede recomponerse, es manifiesto, ni en las pocas semanas que van de aquí a las elecciones del 21 de diciembre, ni en los seis meses que habría podido durar, como máximo, la aplicación del artículo 155. En seis años se podría empezar a pensar, tal vez, en algo parecido a un comienzo de recomposición; pero sería preciso, para ello, que después de cuarenta años de constantes claudicaciones frente a las imposiciones separatistas, las cosas se llevaran a cabo de muy distinta y mucho más enérgica manera.
¿Cuál va a poder ser, en tales condiciones, el resultado de las próximas elecciones? Ciertos sondeos predicen la repetición, con escasa diferencia, de la actual mayoría secesionista. Otros anuncian una mayoría de los partidos unionistas; pero sería insuficiente para gobernar, quedando la llave en manos de los perroflautas de Podemos, bastante astutos como para presentar su secesionismo bajo un aspecto un poquitín menos insolente. La victoria de los unionistas, sin embargo, tampoco se puede excluir: lo determinante para ello será, sin duda, la movilización del electorado hasta ahora abstencionista.
Es posible que se produzca dicha movilización, dado el creciente hartazgo de una población que ha visto desaparecer sus posibilidades de prosperidad económica (más de 1.000 empresas ya han establecido su domicilio fiscal en otras regiones) y dada, sobre todo, la forma como la población catalano-española ha recuperado su impulso patriótico, el fervor por su doble identidad nacional que tan cruelmente se había echado en falta durante estos años de plomo. Como dicho impulso nunca fue fomentado por las autoridades españolas, siempre temerosas de indisponer a la oligarquía catalana con la que hacían y hacen tan buenas migas, ha sido necesario esperar que el independentismo llevara el país al borde mismo del precipicio —¡gracias le sean dadas!— para asistir al renacimiento del fervor patriótico en toda España.
También se empieza a observar cierto cansancio entre los independentistas. Así, después de la detención del gobierno golpista, tardaron bastante en lanzar sus hordas a la calle. Sólo lo hicieron el pasado sábado 11 de noviembre. Había, por supuesto, mucha gente, pero menos que otras veces, y menos, sobre todo que en las dos gigantescas manifestaciones a favor de España de estas últimas semanas (1 y 1,2 millones respectivamente frente a los 750.000 manifestantes que, según los organizadores, había el sábado, de modo que lo podemos dejar fácilmente en medio millón como máximo). Por otra parte, resultó un completo fracaso la “huegla general” decretada el 8 de noviembre por un “sindicato” ultraminoritario a cuyo frente se halla un antiguo terrorista de Terra Lliure que, habiendo cometido un asesinato, ha cumplido más de diez años de cárcel. Los abundantes retrasos y paros laborales que hubo aquel día se debieron a los sabotajes cometidos por grupúsculos de manifestantes que cortaron autopistas y vías férreas, sin que el Gobierno se atreviera a enviarles la policía, temeroso de que se le reprocharan los mismos “actos-de-inhumana-salvajería” (cuando sólo hubo dos heridos hospitalizados…) por los que la prensa del buenismo internacional atacó tan duramente a España con ocasión del referéndum ilegal del 1.º de octubre.
En suma, el próximo 21 de diciembre la victoria electoral de España (¡pobre España!, ¡hallarse en el brete de tener que competir en las urnas!) sigue siendo posible, pero esta victoria dista mucho de estar asegurada. ¿Por qué entonces ha tomado Rajoy el inmenso riesgo de convocar elecciones en un plazo tan breve? ¡Por la sencilla razón, faltaría más, de que, para él y los suyos, no hay nada que temer, no hay riesgo alguno!
La reconstitución, con o sin el concurso de Podemos, de un gobierno antiespañol (pero ya no “unilateralmente independentista”) no representaría ni para Rajoy ni para el conjunto de la oligarquía española la catástrofe que ello constituiría para un pueblo español cuya identidad, tanto en Cataluña como en las demás regiones, está conociendo actualmente un renacer. Puesto que, dada la actual situación, es impensable que los secesionistas vuelvan a plantear en lo inmediato la independencia pura y dura, su victoria electoral representaría simplemente, para Rajoy y los suyos, la vuelta al statu quo anterior: a estos cuarenta años de plomo que, para ellos, han constituido en realidad cuarenta años de rosas.
Es posible que algunas rosas suplementarias (o algunas toneladas de plomo) pudieran entonces, en forma, por ejemplo, de algo parecido a una de componenda confederal, ser volcadas en la misma cesta.
La cuestión sería entonces: ¿lo toleraría el pueblo español?
© Boulevard Voltaire.
Traducción del autor.