En este, probablemente gran día histórico, abrimos adrede la edición de El Manifiesto con un artículo —el del gran Sertorio— que casi nada tiene que ver con el vodevil catalán. Lo hacemos expresamente. Aparte de que uno ya está más que harto de este aburrido sainete cuyo último acto lleva desarrollándose desde hace dos meses, la cuestión que aborda Sertorio —la del feminismo que pretende castrarlo todo— es infinitamente más interesante, inquietante e importante —como movimiento de fondo— que los avatares del culebrón secesionista.
Pero lo que nos jugamos en este maldito culebrón es nada menos que la suerte de la patria; de modo que, venciendo mi hastío, no me queda más remedio que preguntarme: ¿qué demonios estuvieron trapicheando ayer?
Porque Puigdemont (más conocido popularmente como “Cocomocho”) será todo lo vil y estará todo lo loco que se quiera, pero no puede estarlo tanto como para haber montado el ingente paripé que montó ayer, ridiculizándose hasta el bochorno, sin haber estado negociando el asunto con la Moncloa; o con la inefable Sorayita (no se olvide que el Gobierno de la nación está dividido en dos facciones).
Recordemos el esperpento de ayer. Ante la sorpresa general, el golpista y Molt Honorable President anuncia por la mañana que convoca elecciones, las cuales habrían tenido el efecto (ya me dirán ustedes por qué) de detener ipso facto el artículo 155; se desencadena entonces la habitual llorera (está visto que esos viriles líderes se la pasan lloriqueando) en las salas del Palacio de la Generalidad, así como la indignación de las hordas independentistas en la calle; varios diputados de JuntsPelSí dimiten incluso ante lo que consideran una insoportable claudicación del President; éste convoca dos comparecencias para anunciar formalmente el resultado del gran cambalache; después de tener a la gente esperando largo rato, acaba desconvocándolas cada vez; y sólo a la tercera comparecencia anuncia… que no convoca elecciones y que todo se queda exactamente como antes. Ya me dirán ustedes si no es para que uno acabe más que hastiado.
¿Qué pasó? ¿Por qué no llegaron al gran cambalache que habría dejado las cosas —es el gran sueño de Rajoy y, sobre todo, de Soraya— en el statu quo anterior a la proclamación de la independencia? Seguramente porque Puigdemont tensó tanto la cuerda, fueron tantas sus exigencias (además de la no aplicación del artículo 155: retirada de la Policía y de la Guardia Civil, libertad de los Jordis e inmunidad para todos los reos de delitos) que Rajoy no se atrevió a llegar a tanto.
Sin duda, no le faltaban ganas. Lo que desea nuestra clase política no es en absoluto aprovechar la situación creada y liquidar de una vez por todas el sindiós de un régimen autonómico que, durante los cuarenta años de su nefasta existencia, no ha hecho otra cosa que sembrar el odio hacia España y el pueblo español en el corazón de la mitad de los catalanes (el intento se dirige al corazón de todos, pero sólo en la mitad han logrado que fructificara).
No lo dudemos: en estas horas que aún quedan hasta que la aplicación del artículo 155 sea aprobada por el Senado, refrendada por el Consejo de Ministros y publicada en el BOE, aprovecharán el menor resquicio que, sin perder demasiado la cara, les permitiera alcanzar lo que ellos denominarían “un compromiso honorable”. Es decir, lo que en román paladino se llama una vil traición.
Una traición que, en sí misma, nada desde luego les importaría cometer. Ocurre, sin embargo, que aquí ha sucedido algo con lo que nunca se habían topado hasta ahora. Ocurre que, ante el revulsivo que ha representado la sedición catalana, el pueblo español ha empezado a renacer de sus cenizas. Ocurre —y lo saben, o lo intuyen— que la traición que con tanto gusto cometerían, el renacido pueblo español no la toleraría en modo alguno. En sus corazones, seguro que no. Pero también pudiera ser que, estremecido ante tanta vileza, nuestro pueblo acabara alzándose de una santa vez —cosas más inesperadas se han visto a lo largo de la historia— contra este régimen de impostores y depredadores.