Democracia de domingo

Cualquier cosa vale. Lo que queda por dilucidar es si la democracia es una cosa cualquiera.

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A lo largo de los últimos años he escrito en varias ocasiones sobre el mismo asunto y no quiero hacerme pesado, pero ya lo decía Jordan Peterson en una entrevista de esas que tienen el incierto mérito de convertirse en virales: “Debemos correr el riesgo de resultar antipáticos, de que nuestras opiniones incomoden e incluso ofendan al interlocutor; no podemos vivir siempre en la impostura de lo correcto porque, en ese caso, es imposible ser coherente y defender la propia convicción”. Me incluyo sin permiso en el grupo de los antipáticos redimidos por Peterson y voy a lo iba: un compendio teórico y una estructura argumental que por sistema deben auto revisarse —y autorregularse— cuando se presentan circunstancias extraordinarias, ni son creencia válida ni convicción consistente ni verdad útil. Por lo claro: una teoría sobre la realidad que sólo es funcional cuando no sucede nada y que, en lo básico, precisa corregirse a sí misma cuando se presentan condiciones excepcionales, no sirve más que para hacer de bonito en el limbo de las buenas ideas. Aún más claro —a ver si consigo hacerme entender—: para los días de fiesta todo el mundo es mañoso; el valor auténtico de una teoría se demuestra en la dificultad, cuando las condiciones ambientales se vuelven complicadas.

Lo anterior parece algo serio si hablamos de constructos ideológicos que, de principio, se proponen como necesarios para transformar la sociedad y trascenderla hasta un marco común convivencial donde imperen la justicia, la igualdad y demás virtudes cívicas que encandilan a las masas. Esas teorías se estrellan contra la realidad frecuentemente porque suplantar la potestad de lo fáctico por ideas que tenemos en la cabeza nunca fue buen negocio. Los paraísos de justicia, libertad e igualdad que amueblan el cerebro de muchos que creen ser progresistas suelen acabar —ejemplos hay de sobra— en  inmensos campos de concentración, vallados de tiranía y miseria cuyos límites coinciden con las fronteras del desdichado país que sufra la puesta en práctica de aquellas, en origen, bondadosas ideas redentoras.

No merece la pena abundar ni sobreargumentar lo anterior. A estas alturas de la historia, quien no se haya enterado es porque no se ha querido enterar. Allá cada cual. Lo malo, en verdad preocupante del asunto, ocurre cuando la justificación de la excepcionalidad se impone y se acepta con absoluta sencillez, tal cual, como la cosa más natural del mundo, siendo como es —y ha sido en tiempos de la pandemia—, que esa misma justificación afecta a los derechos más elementales de la ciudadanía. Hablo de una restricción asumida como necesaria y que se ha extendido durante todo el tiempo que le ha parecido conveniente a nuestro gobierno; y que va a cesar —según declaraciones del ínclito Sánchez—, cuando a él, su partido y sus aliados les convenga electoralmente: el próximo 9 de mayo, parece ser y salvo rectificaciones de última hora que tampoco nos sorprenderían.

Y el personal tan contento porque, al fin, podremos salir de cañas con los amigos. O algo que se le parezca.

Yo no sé si habrá muchas personas conscientes de esta aberración o si el fenómeno preocupa a los españoles lo mismo que la liga albanesa de fútbol, pero da que pensar.

Llevamos desde marzo de 2020 con derechos fundamentales suspendidos. Llevamos meses bajo toque de queda. Llevamos un año con el parlamento y las instituciones de representación electoral funcionando en modo feng shui, con la mayoría de diputados, senadores, concejales, parlamentarios autonómicos y demás supuestos representantes del pueblo repantigados en el sofá de casa, viendo series de Netflix y, como es lógico, cobrando íntegros sus sueldos por hacer nada y servir al pueblo bastante menos que el churrero de la esquina —los churros salen calentitos y aportan energía al desayuno, algo es algo—. Contamos con un gobierno que ha desarrollado la parte mollar de su programa en período excepcional de restricción de libertades, con un parlamento mermado y una capacidad relativa de control por parte de la oposición. Como era de esperar, lo esencial de esa gestión ha consistido en desenterrar a Franco, aprobar la ley de eutanasia, reformar la de educación a gusto de quienes creen que las escuelas son campamentos de adiestramiento juvenil, debatir puertas adentro una ley/disparate de identidad de género y gastar dinero público que no tienen —o sea, endeudar al Estado y a las generaciones de futuros contribuyentes que pagarán la fiesta— con la prórroga contumaz de los ERTEs, escenario que tarde o temprano van a estrellarse con la persistencia de la realidad, con unas empresas y unos empleos “rescatados” que son auténtico paro encubierto —de hecho, los días cobrados de ERTE descuentan de la prestación por desempleo—, y que están abocados a inapelables expedientes de regulación de empleo, o sea, despidos en masa, en cuanto la situación y el marco legal laboral se normalicen.

Cualquier observador de medianas luces calificaría estas condiciones sociales como propias de una democracia de bajo perfil y pésima calidad. Pero aquí, en nuestra amada patria, todo el mundo —casi todo el mundo—, soporta el desaguisado con una resignación a menudo desesperante: la excepcionalidad todo lo justifica y, ciertamente, lo primero es la salud. Entre salud y democracia, la salud y, en su defecto, el beneficio de no morirse, ganan por 5-0.

Entonces, a modo de corolario: ¿la democracia es un sistema de gobierno eficiente, válido, útil cuando las cosas se ponen feas, o es una teoría bienintencionada que sólo resulta viable cuando no sucede nada grave? Si la segunda opción impusiera su lógica definitivamente… Lo dije antes y no voy a contradecirme: da que pensar.

Confieso, y no me entran reparos, que soy incapaz de responder a esta cuestión. Ni me atrevería. Aventurar conjeturas es gratis y muy sencillo, pero meter la pata y hacer el ridículo supone un precio demasiado desagradable. No lo sé. Insisto, porque prometí ser reiterativo, a riesgo de hacerme pesado: no sé si la democracia es útil como sistema de gobierno en todos los momentos y bajo cualquier condición o si sólo sirve para los días de fiesta.

Lo único que sé, y estoy seguro de ello, es que para los festivos vale todo el mundo y sirven todas las filosofías sobre el Estado, la libertad, la justicia y el gol en fuera de juego. Todo vale.

Cualquier cosa vale. Lo que queda por dilucidar es si la democracia es una cosa cualquiera.

 

© Posmodernia

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