Al final se han decidido. Si preferís, digo aquello de “el imperio democrático de la ley ha finalmente prevalecido”, etcétera. Pero no, ni es éste nuestro lenguaje ni es ésta la cuestión. Dejemos tal palabrería a los turiferarios del Régimen, a los que sólo saben repetir su huera cantinela mil ochocientas veces al día.
Digamos pues: han sido por fin detenidos los dos principales dirigentes de la trama civil de la rebelión conocidos como “los Jordi”. Lamentablemente aún no ha sucedido lo mismo con el otro que comparecía hoy también ante la Audiencia Nacional: con ese conocido trapero y trapisondista que se halla al frente de 17.000 hombres armados. Pero a éste se le puede destituir con la simple aplicación del artículo 155, mientras que, a los otros, destituirlos, no había quien los destituyera.
El problema, por supuesto, es que por importante que sea la responsabilidad y la culpabilidad penal de estos dos sujetos, no dejan de ser figuras de segundo plano al lado de los auténticos jefes de la sedición: los Puigdemont, Junqueras, Forcadell, etcétera, sin olvidar a los padres de la patria: al tercer Jordi (apellidado Pujol) y a Arturo Mas (como se llamó toda la vida hasta que, no hace demasiado, pasó por la catalanizador, no de apellidos, sino de nombres). Constituiría una flagrante injusticia que los segundones de la sedición dieran con sus huesos en Soto del Real mientras que sus jefes mantuvieran los suyos en sus mansiones de Pedralbes.
Todo el mundo pensaba —yo también— que las hordas se lanzarían a la calle tan pronto como se produjeran las primeras detenciones. No ha sido, sin embargo, así: en lugar de motines y asaltos a cuarteles, sólo una cacerolada tuvo anoche lugar en Barcelona. La cosa puede cambiar hoy, es cierto. Pero también pudiera ser que, al borde del precipicio, hubieran empezado a descubrir las vertiginosas profundidades del abismo al que ellos mismos se han lanzado de cabeza.
No hay que olvidar (algo conozco personalmente del paño…) las dos típicas y tópicas características del carácter catalán. Por un lado, la rauxa: ese empuje temerario e incontenible, capaz tanto de lo mejor como de lo peor. Lo mejor: la fabulosa locura, por ejemplo, de construir el único templo —la Sagrada Familia— que, desde hace más de dos siglos, se ha levantado en toda la antigua cristiandad. Lo peor: liarse, por ejemplo, la manta a la cabeza y emprender una secesión que, además de cosas mucho más graves, les lleva de cabeza a una catástrofe económica. Por otro lado, el seny, el comedimiento timorato y apocado que sólo les hace gustar de cosas seguras, pequeñas, pusilánimes, en últimas.
Tal vez —es sólo una hipótesis, y los hechos me pueden desmentir— la gente catalana —su mitad secesionista, quiero decir— esté empezando a pasar de una actitud a la otra: de lo temerario a lo temeroso. Si ello es así, a una sola cosa se deberá. No tanto, desde luego, a las tan tardías detenciones de anoche, ni a la aplicación (igual de tardía y ya veremos con qué profundas limitaciones y cortapisas) del artículo 155. Si semejante cambio de talante se produce, se deberá, ante todo, al extraordinario despertar estas últimas semanas del hasta ahora adormecido, aletargado y pusilánime pueblo español.