Et in quadragessimo anno resurrexit. Como Ave Fénix renaciendo de sus cenizas, ahí está hoy el pueblo español. Ese pueblo adormilado, manso, bobo; ese pueblo sin fuelle ni resorte que, domado por sus amos democráticos, se lo dejaba hacer todo, ahí lo tenemos hoy: en pie, enardecido, desplegando el más intenso, inmenso y espontáneo combate de esos cuarenta años de claudicaciones y desvaríos.
Cuando más de un millón de españoles —españoles de Cataluña y españoles de España entera— saltan hermanados a las calles de Barcelona como hoy han saltado; cuando las manifestaciones se suceden por las principales ciudades de todo el país; cuando hasta en las discotecas se interrumpen sus descompuestos sonidos habituales para que, entre banderas, suene el himno de la nación; cuando tales cosas ocurren, la patria, amigos, empieza a estar provisionalmente salvada.
Sólo provisionalmente, sin embargo. Porque los amos del cotarro —no lo olvidemos— siguen estando ahí. Tanto los amos de la región catalana como los del resto de la nación. Asustados, sin que les llegue la camisa al cuerpo. Agazapados: ahora mismo, cuando escribo estas líneas, son las once de la noche de este domingo de gloria y resurrección, y ni una sola palabra ha emanado ni por parte del gobierno de la nación ni por parte de los sediciosos de la región. Deben de estar demasiado ocupados pasteleando para tratar de encontrar alguna triquiñuela que les permita dos cosas: que los sediciosos no proclamen la secesión, y que, con ello, pueda el gobierno aún en pie en Madrid, incumplir la exigencia unánime que hoy España ha gritado en las calles: “¡Puigdemont a prisión!”.
¡Quieran los dioses que no consigan conchabar nada! ¡Sean clementes y hagan que no debamos asistir a una traición parecida a la que, hace dos siglos, cometiera contra su pueblo Fernando VII! ¡Que Puigdemont no se raje, que aguante, que proclame, con todas sus consecuencias, la independencia! Los policías y guardias civiles desplazados a Cataluña, más el Ejército, si fuera menester, se comerían en un bocado a los Mozos de Escuadra y a las hordas de pijoflautas.
O mejor no. Mejor que Puigdemont no declare nada, o que declare una independencia aplazada, o descafeinada, o el subterfugio que se le ocurra. Mejor eso, y que el Pasmarote de la Moncloa siga pasmado, pensando en que ya impondrá el imperio de la ley “cuando lo juzgue oportuno”.
La traición sería entonces tan flagrante, tan manifiesta, que bien pudiera suceder que el pueblo español, habiendo llegado al límite de su aguante, incapaz de soportar ya más tanta vileza, reaccionara de forma tan valerosa, enérgica y —no lo olvidemos— espontánea, como reaccionó cuando el 2 de mayo de 1808 se vio abandonado por sus traicioneras e indignas élites. Haciendo estallar definitivamente el régimen del 78 y obligando a aplicar cuantos artículos 155 y afines sea menester, el pueblo español podría entonces disponer de una ocasión excepcional para matar dos pájaros de un tiro.