Banderita, tú eres roja. Banderita, tú eres gualda

"¿Son para un partido de fútbol sus banderas? Es curioso, pero hay mucha gente que nos está comprando banderas estos días. ¿Juega la Roja?" "No, la Roja no —le contesté—. Pero los rojos sí juegan en Cataluña. Y si el Gobierno no detiene a unos cuantos sediciosos, el domingo van a ganar".

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He ido esta tarde a comprar tres banderas para colgarlas en el balcón de mi casa y en el de la oficina. Ya tenía la intención de hacerlo, pero me he decidido definitivamente al ver que, por primera vez en los cuarenta años del Régimen, los balcones y ventanas de Madrid empiezan a cubrirse —tímidamente, como miedosos ante tanto atrevimiento— con el símbolo de la Nación. Hasta diez he contado en un trayecto en cuyo equivalente barcelonés, es cierto, habría descubierto al menos veinte “estrelladas” de la secesión. Pero por algo se empieza.

No ha sido fácil adquirirlas. Primero me he dirigido al “Chino” del barrio. Me ha costado un poco darle a entender al buen hombre lo que quería, tanto más cuanto que al final ha resultado que no tenía ninguna “bandela”, decía él. De modo que no me ha tocado más remedio que ir a donde uno acaba yendo siempre en tales casos: a El Corte Inglés. Ahí el sudamericano de chaqueta roja que informa en la puerta a los despistados clientes, no sabía demasiado a dónde dirigirme. “Pruebe a ver en la sección de Souvenirs, a lo mejor ahí tienen banderas para los turistas”, me dijo. Y efectivamente, entre estatuillas de toros bravos y bailaoras de flamenco, ahí encontré… las tres últimas banderas que les quedaban.

“¿Es para un partido de fútbol?”, me preguntó el mozalbete que me atendía. “Es curioso —añadió—, pero hay mucha gente que nos está pidiendo banderas estos días. ¿Juega la Roja?” “No, la Roja no —le contesté—. Pero los rojos sí juegan en Cataluña. Y si el Gobierno no detiene a unos cuantos sediciosos, el domingo van a ganar”. Me puso de cara de pasmo. ¡Criatura!... En la vida había oído semejante vocabulario. Y aún menos el que siguió. Normalmente soy poco dado a hablar con extraños, pero ayer me solté. Casi sin darme cuenta salían de mi boca palabras inauditas —literalmente: nunca oídas— que hablaban de la patria en peligro, de su unidad, del destino de nuestra nación, de la secesión separatista en Cataluña…

Lo extraordinario —fui yo quien puso entonces cara de pasmo— es que aquellas palabras calaron. Tanto el jovencito pasmado como la dependienta que me había acompañado a la sección de Souvenirs, como ulteriormente la cajera que me cobró, toda aquella gente sencilla que lo máximo que habían oído en su vida eran hueros sonsonetes sobre la Constitución y la democracia, la democracia y la Constitución, todos ellos, sin aspavientos, con tanta timidez como la de las banderas en los balcones, pero con claridad, me expresaban su acuerdo. “Sí, ya está bien, es cierto, eso no puede seguir así, por quiénes nos toman”, decían.

“Todo —ya lo sabemos, pero ahora aún más— se juega en los medios y en las escuelas —me decía saliendo de los Grandes Almacenes, como se les llamaba antes—. Nunca nadie les había hablado así a esa gente. Con sólo tener una gran cadena de televisión durante un año…, y ya todo empezaría a cambiar”. En ésas estaba cuando me llegó el mensaje de un buen amigo mío a quien le había preguntado si ya había colgado la bandera en su casa. “Sí, vale, muy bien —me respondía—. Pero oye, tampoco vamos a caer ahora en la vulgar simbología franquistoide”.

No, te equivocas, amigo. La simbología, los símbolos, las imágenes… Ahí se juega todo. En los símbolos y en las palabras. En esas palabras fuertes que esa gente oía esa tarde por primera… y quizá última vez en su vida. Y en los símbolos que tampoco nadie les ha enseñado jamás. Porque no los hay, porque no existen. Porque el reino de la democracia líquida en que vivimos carece de símbolos. Los detestan, les parecen “antidemocráticos”, “rancios”, “casposos”. Y así les luce el pelo. No hablo de los secesionistas, que vaya si tienen símbolos, e ideales, y palabras llenas de savia. Savia rezumante de odio, desde luego, pero savia: no el vacío. Hablo de los otros, de los “constitucionalistas”, de los demócratas y liberales, incluidos los mejores, incluidos los que han combatido desde el primer día a los “nacionalistas”, sin darse cuenta, ¡merluzos!, de que la guerra se ha perdido desde el momento mismo en que la palabra “nacionalista” ha servido para designar al enemigo. Si la nación es lo que resuena en el nombre que das a quien combates, ¿cómo diablos quieres invocar, defender a la nación: a la verdadera, a la agredida, a la nación española?

¿Símbolos… franquistas? Símbolos coincidentes, en todo caso, con lo más salvable, con lo mejor de esa cosa sumamente compleja que fue el franquismo. No, el problema del franquismo no fueron en absoluto sus símbolos: ni la noble, aguerrida águila de san Juan (procedente, por lo demás, del estandarte de los Reyes Católicos), ni un lema como “Una, Grande y Libre” (salvo, por supuesto, si se detesta la unidad, la grandeza y la libertad). El problema del franquismo fue lo que había detrás de sus símbolos: por un lado, el tufo clerical de aquel nacionalcatolicismo que lo echó todo a perder; por otro, el vacío de un tecnocratismo desarrollista que, convirtiendo lemas y símbolos en un sonsonete tan huero como el de la democracia, prefiguraba todo lo que iba a venir después.

Por cierto, hablando de símbolos: ¿ya todos habéis puesto el símbolo de la patria en vuestros balcones y ventanas?


Y puesto que de símbolos se trata, aquí van algunos, bien rancios y casposos.

 

Y por si los anteriores no bastaron, aquí van otros símbolos, que además de casposos son profundamente machistas y heteropatriarcales. Todo sea para el mayor regocijo y placer de progres, feministas e izquierdistas.
 

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