Plateémonos la pregunta: ¿por qué no dejar que los catalanes se expresen “democráticamente” (¡ya salió la palabra fetiche!) y decidan la suerte de Cataluña en un referéndum que los separatistas tendrían, por lo demás, grandes posibilidades de perder si se celebrara de forma normal y según las reglas del juego? ¿No sería ello mucho más inteligente?
La respuesta es sencilla. Si no se deja que “el pueblo decida” es por la simple y sencilla razón de que hay cosas que están fuera del ámbito de la elección y decisión. Uno no decide vivir o morir, ser o no ser (salvo, por supuesto, si desea suicidarse). No son cosas que, como individuos, nos quepa decidir. Como pueblo tampoco.
Una de dos, en efecto. O bien se adhiere a la visión individual-liberal-izquierdista del mundo, o bien se adhiere a la visión identitaria, orgánica, de las cosas. O bien se considera que el pueblo (o la nación, o la comunidad…, da igual el nombre) no es otra cosa que una suma de átomos individuales que deciden firmar (o rescindir) el famoso Contrato que les mantiene juntos; o bien se considera que no hay tal Contrato, que el pueblo (o la nación, o la comunidad…) es un todo orgánico: “una unidad de destino”, decían Hegel y un cierto José Antonio Primo de Rivera, en la que el pasado, el presente y el futuro se entrecruzan de tal forma que constituyen un todo superior a la suma de sus partes o individuos —un todo que no es posible disolver (salvo suicidio colectivo) por la libre decisión o el mero capricho de sus partes.
Digámoslo con una boutade. Dado que la patria es tanto la tierra de los ancestros como la de los contemporáneos, un referéndum sobre la suerte de la patria ¡sólo podría ser válido si, reabriendo las tumbas, también los antepasados pudieran votar!
Dos visiones del mundo se enfrentan en todas partes: la de quienes aman a la patria y la de quienes aman a los átomos individuales (y a las masas que éstos engendran). Lo paradójico, en Cataluña, es que ¡los secesionistas aman ambas cosas a la vez! Aman, por supuesto, a la patria. En fin, a lo que entienden por tal: sólo a la patria chica catalana, mientras profesan, como todos los patrioteros, un odio visceral al Otro: a la gran patria española, en este caso, a la que están histórica, cultura y lingüísticamente unidos por toda clase de vínculos.
Pero si aman a la patria, aún más aman el individualismo gregario de nuestros días. Lo aman tanto que el nihilismo liberal-individualista-izquierdista constituye en realidad su marca más señera (o senyera, si se prefiere…). Es cierto que invocan constantemente el amor a la tierra catalana, a sus tradiciones folklóricas, a su lengua, a la belleza —innegable— de sus paisajes…: sentimientos absolutamente nobles y legítimos —mucho más, la verdad, que el desapego identitario que caracteriza actualmente al resto de España—; pero sentimientos identitarios que son incapaces de justificar ninguna separación. ¿Cómo la podrían justificar, cuando “la-pobre-Cataluña-oprimida-por-España” es una ficción histórica imposible de sostener y cuyo mito sólo empezó a germinar a finales del siglo XIX?
Pero les da igual.[1] Qué más les da la verdadera identidad, profundamente dual, tan española como catalana, del país. Qué más les dan todas las consideraciones históricas, culturales, lingüísticas. Qué más les da una identidad profundamente escarnecida por los mismos que, pretendiendo defenderla, no dudan en invadir el país con centenares de miles de musulmanes destinados a remplazar a los catalanes que en Cataluña tienen a sus muertos. Qué más les da todo ello. Si queremos la independencia, clama en lo más profundo el corazón separatista, es por la sencilla razón de que así lo queremos, así lo decidimos, así nos da la santa y real gana. Punto.
Y puesto que de puntos hablamos, parece como si la policía se dispusiera a ponerlos por fin sobre las íes en las que deberían estar puestos desde hace muchísimo tiempo. Pero sólo lo parece: vayan ustedes a saber lo que puede pasar con esa panda de cobardes, pusilánimes y leguleyos que nos gobiernan y que acaban de realizar una auténtica hazaña jamás vista. Por primera vez en la Historia, un Gobierno que dispone de toda la fuerza de la razón, de la ley y —sobre todo— de las armas, se está enfrentando a un golpe de Estado revolucionario interponiendo… una querella ante los tribunales.
Todo por tratar de calmar a la fiera. Todo por su miedo de que la chusma de comunistas de la CUP, apoyada por la de Podemos y consentida o aupada por el conjunto de secesionistas, ponga también sus revolucionarios puntos sobre las íes asaltando las calles a sangre y fuego entre ahora y el 1.º de octubre.
¿Quién pondrá más puntos sobre las íes? ¿Quién acabará ganando, haciéndose con la soberanía, en la excepcional situación —excepcional como toda revolución— que vive Cataluña? “Es soberano —nos dice Carl Schmitt— aquel que decide acerca de la situación excepcional”. Y en España, desde hace cuarenta años, desde el advenimiento de la Democracia que ha abierto todas las puertas a la descomposición de la patria y a tantas cosas más, hay una única fuerza que decide, que toma la iniciativa, empeñada en destruir los vínculos que desde hace quinientos años conforman nuestra unidad política, y desde hace dos mil —desde la Hispania romana— nuestra unidad afectiva y cultural.
De modo que si sólo dicha fuerza sigue decidiendo…
[1] Como muestra un botón. Muchos son los libros en los que destacados historiadores han analizado y rebatido, sosegada, documentadamente, las pretensiones secesionistas. Ninguno de tales libros —pienso en particular en los del gran Jesús Laínz, desde Adiós, España a España contra Cataluña: historia de un fraude— ha merecido nunca la menor réplica por parte de los interesados.