Tanto el resto de España como el conjunto de Europa occidental (no la del Este y de una parte del Centro, sin embargo) también están voluntariamente sometidos, desde luego, a la dhimmitud; pero no hasta el punto, no hasta la desmesura que se da en la progre Cataluña en manos de secesionistas, izquierdistas, “cuperos” y podemitas. Dhimmitud: nombre árabe que designa la condición de los infieles que viven sometidos en tierra del islam (los mozárabes, por ejemplo, cuando los moros tenían sojuzgado a nuestro pueblo) y le pagan tributo; en el caso presente, subvenciones y ayudas de todo tipo.
¡Servidumbre voluntaria, que diría La Boétie, cuando tú nos atenazas!…
Dhimmitud: efectuar la multitudinaria manifestación-de-paz,-concordia,-lagrimeo-y-democrática-unión que se efectúa después cada atentado islámico (valga la redundancia, pues atentados budistas, o hinduistas, o confucionistas no los hay) y tener la jeta de convertirla… ¡en una manifestación (además de antiespañola) islamista!, en cuya cabecera, sosteniendo la pancarta “No tengo miedo”, figuraban, debidamente ataviadas y en compañía de los bomberos, policías, personal sanitario y comerciantes de las Ramblas, varias musulmanas, cuya presencia se repetía en la subcabecera de la manifa a donde aceptaron ser relegados Su Majestad el Rey y las máximas autoridades del Estado (recibidas, salvo las secesionistas, en medio de un atronador abucheo y un ingente flamear de las banderas de la secesión).
Dhimmitud: declarar, como lo hizo un destacado dirigente de Esquerra Republicana, que “es muy inquietante esta obsesión que les ha dado a los mozos de escuadra[1] de matar musulmanes”.
Dhimmitud: las múltiples muestras de comprensión y simpatía hacia los familiares de los terroristas, desde las ayudas psicológicas establecidas por el alcalde de Ripoll hasta la multitud de declaraciones efectuadas en tal sentido. Así, Ramón Colom, exdirector general de TVE, se compadecía de “la madre de ese muchacho de veintidós años al que han matado los Mozos, el segundo hijo que le matan en pocos días. Pobre mujer”. Por no hablar de la multitud de entrevistas efectuadas… no a los parientes y amigos de unas víctimas que los medios han dejado relegadas, sino a los allegados y compinches de los asesinos, todos los cuales han enfatizado lo-muy-buenos-y-simpáticos-que-eran-esos-pobres-chicos.
Dhimmitud: la lagrimosa cartita de Raquel Rull, educadora social de Ripoll que había tenido a su cargo a los dos hermanos asesinos y que ha quedado destrozada, la pobre, sin conseguir comprender que sus antiguos y queridos niños cometieran lo que han cometido, ellos que habían sido “niños como todos, educados, tímidos, amables, buenos estudiantes”. Y por eso llora amargamente, “porque me duelen las chispas que encienden el odio en las redes, en la calle, en el pueblo donde vivo, y donde se muestra la ignorancia, el rencor, la indiferencia, el no saber ponerse en la piel del otro”. Etcétera.
Dhimmitud: la de quienes han escondido cuidadosamente la foto del niño muerto en las Ramblas, cuando habían publicitado (y retocado) hasta la saciedad la de Aylan, el niño ahogado en el asalto emprendido por su padre hacia tierras europeas.
Dhimmitud: el gesto —el más tremendo, insoportable y emblemático de todos— realizado por el padre del niño de tres años asesinado por los musulmanes, quien después de haber declarado que necesitaba abrazar a un musulmán, acabó abrazando a uno. Y no a cualquiera, sino al actual imán de la mezquita de Ripoll: el que reemplaza al jefe de la panda de los asesinos de su niño, el cual imán pereció despedazado al estallar las bombas que manipulaba con vistas a una masacre infinitamente más grandiosa.
Dhimmitud (y esto es mucho más fundamental que todos los ejemplos anteriores): el hecho de que ni la inmigración en general, ni la musulmana en particular hayan sido puestas ni una sola vez en la picota. Y el hecho correlativo de que, salvo en este periódico y en otros similares, ni la palabra “invasión”, ni la palabra “enemigo”, ni las palabras “nuestra identidad amenazada” hayan sido pronunciadas ni una sola puñetera vez. Por nadie. Tampoco desde luego por ese Rajoy el Pasmado y por ese Felipe el Pitado (así pasará a la Historia) que aceptaron hacerse abuchear por las hordas mientras encajaban, impávidos e indiferentes, la tormenta de odio desencadenada contra la España que, se supone, encarna uno y gobierna el otro.
[1] ¿Por qué diablos hay que llamarlos mossos, cuando a los policemen británicos o a los policiers franceses los llamamos, como es lógico y de buena ley, policías? La dhimmitud, la complacida sumisión a los enemigos, tiene, en efecto, múltiples caras.