Paradójicamente, el supuesto Cristo del cartel anunciador de la semana santa sevillana habría servido para cualquier representación iconográfica, como obra de arte a secas —o aspirante a obra de arte—, como fotografía, montaje gráfico o tarjeta de visita del joven representado, o del padre del joven, que es autor del trabajo en cuestión. Ningún problema. Pero para cartel de un evento religioso concreto no sirve porque justo la sustantividad religiosa de la intención determina la necesidad expresiva de determinados principios y/o valores estandarizados e idealizados; y un chaval con trazas de gay disfrazado de Cristo no sirve. El disfraz es el obstáculo. El creyente quiere ver —intuir— representada la naturaleza de Jesús, humana y divina, lo cual excluye la dimensión carnavalera-popular del objeto. La semana santa no es una fiesta de moros y cristianos. Un disfraz no es atributo artístico y la fotocomposición no es herramienta válida para “divinizar” un catafalco con barba postiza. El parecido no es un valor artístico porque el arte no consiste en representar las cosas sino en representar, interpretar y descifrar la esencia de las cosas. Y ese chavalín tan majo que serviría para cualquier anuncio de colonias o para ilustrar una enciclopedia vegana, esencia tiene poca. Y por eso no vale.
Y como no vale, no vale dar cambiazo y vender el brillo barato de lo profano por el oro de lo sagrado; y no me refiero a la sacralidad religiosa sino a lo trascendente humano. Cada afán tiene su momento y sus formas, yo creo que se entiende: a Dios lo que es de Dios y al colectivo de las cinco letras lo que es del colectivo de las cinco letras.