El pasado jueves 7 de mayo el presidente Zapatero levantaba una gran expectación al conceder la primera entrevista periodística tras el final de su proceso. En muchos ciudadanos ha crecido a partir de entonces la íntima convicción de que para el Presidente y su Partido “lo malo”, el verdadero cáncer que devora la felicidad de España es la derecha, el PP, con quien debe disputarse las prebendas del poder. Debe tratarse de una deformación perceptiva propia de quien no ha conocido una realidad alternativa a la que le ha llegado, distorsionada desde la más tierna juventud, a través de los prismas ópticos del pródigo Partido a quien debe toda su hacienda y posición: Diputado, profesor universitario y, al final, “baranda” del Estado.
La izquierda batasuna, sin embargo, es tan roja, tan revolucionaria, tan fiel a la praxis que hace aflorar en el Presidente al sectario que lleva dentro. Está, además, el sabio y viejo aserto: los enemigos de mi enemigo son mis amigos. Y si el mayor enemigo del PSOE es el PP, el mayor enemigo declarado del PP y de los fachas que se parapetan detrás de sus siglas es ETA, sobre todo después de que se atreviera a desdeñar el gesto olímpico de Aznar al tenderles la mano de la negociación.
Hay socialistas que “en la intimidad” expresan sus simpatías hacia ETA. Consideran que, en el fondo, los objetivos de la banda son “progresistas” y se sirven a la causa de la Libertad (del País Vasco a la sazón). Toda esta candidez ha llevado a los socialistas hasta la paranoia. Lejos de vencer a ETA, hay que llevar el diálogo (lento, duro y difícil) hasta el final. A fin de cuentas, “hablando se entienden… los rojos”. Contra quien hay que luchar –“agrupémonos todos”- es contra el PP. Acertó de lleno García Escudero en sus reproches al Presidente durante la última sesión de control en el Senado.
¡Ah, el proceso! Se atribuye a Cánovas, entre otros muchos personajes, una de las mejores definiciones de la política al entenderla como “arte de lo posible”. Desde esa perspectiva, el presidente Zapatero no es un político en modo alguno ya que, en su ingenuidad, cree que todo es posible, todo, a condición de pedirse con la debida educación, cariño y talante. Esta mezcla de absolutismo posibilista y “buen rollito” es la estupidez más grande que registra la memoria política reciente, capaz de superar incluso al aparentemente imbatible papelón de las Azores.
Intuitivamente consciente de su grave ignorancia e incompetencia política, el Presidente criado a los pechos de papá-PSOE (“sin salir nunca de casa, ¿eh? no te vayas a resfriar; aquí calentito y a gusto”) recurre al manual del Partido para casos de emergencia, y a su recomendación invariable del agit prop del dogmatismo neo-izquierdista. Su repertorio semántico nos es bien conocido: paz, libertad, igualdad, laicismo... Conceptos muy respetables, tal vez, pero cuya bondad se disipa ante la manipulación acrítica a las que se ven sometidos por la trivialidad “zapateril”. Consiste ésta en convertirlos en mitemas y vaciarlos de cualquier contenido racional, subjetivarlos en la medida de lo posible, a fin de dirigirlos no a la razón (para evitar el debate) sino a los sentimientos. Si hay que salvar los muebles siempre es posible, en último extremo, acudir a algún manido cliché, que para eso tienen un epítome manual.
Después del dogmatismo, la demonización de quien se aparta del dogma oficial. Con ellos, los de la derechona, ya no hay por qué comportarse civilizadamente, ya no hay que ser tan buena persona; son "malos", no lo merecen. La confrontación electoral es como un gran mercado en el que hay que diferenciarse del adversario a cualquier costa, con decisiones espectaculares y de extremo impacto mediático, como animados por el soniquete de una ya no tan reciente cancioncilla de moda: “No es lo mismo” (del socialista millonario Alejandro Sanz). El “proceso” constituyó una oportunidad sin paralelo para el cobro de réditos en las urnas.
La cara de Zapatero en las portadas de todos los periódicos el día después de la pantomima etarra del fin de la tregua no deja lugar a dudas. Es la faz misma del sectario a quien la realidad acaba de sacar de su ensueño.