La derecha acomplejada y la izquierda en su ámbito natural

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 El pasado 5 de enero, en rueda de prensa tras el consejo de ministros, la portavoz del gobierno, Soraya Saez de Santamaría (a quien ya se le va tomando cariño en esta casa, por lo que se ve y lee), se explayó detallando las medidas fiscales aprobadas por el ejecutivo con carácter de urgencia y, según nos aseguran, transitoriamente. Ante los medios, la portavoz del gobierno de Mariano Rajoy se refirió siete u ocho veces a España, llamándola “estepaís” esas mismas siete u ocho veces. Parece que a Soraya, como a mucha gente de estepaís, le cuesta trabajo pronunciar la palabra España. Lo cual no tendría mayor importancia, porque cada cual nombra al mundo y cuantas cosas hay en el mundo (España y estepaís incluidos), como le da gana; no la tendría, digo y no lo digo por decir, si no fuese porque el síndrome de estepaís evidencia el acomplejamiento y labilidad sistémica de una derecha que en realidad nunca ha tenido un proyecto global de sociedad, ni siquiera de estado, y siempre se ha encontrado (como al día de hoy), desarmada ideológicamente ante la izquierda. El discurso teórico de la derecha española, desde hace cuarenta años, siempre ha sido el mismo: concordia civil y no herir susceptibilidades. El fenómeno merece la pena ser comentado, y a ello me pongo en cuanto acabe de poner este punto y aparte.

No herir susceptibilidades, sensibilidades y epidermis delicadas está bien. Otra cosa es andar de puntillas, midiendo las palabras, retorciendo el lenguaje y agachando la mirada para no molestar a los sectarios que trazan los límites de su tolerancia según sus propios instrumentos de medición, conforme a lo que puede asumir su pertinaz intolerancia. Es el discurso victimista (calado ya hasta la caña de los huesos en nuestra panda sociedad), de los fanáticos, intransigentes y caraduras (que de todo hay en esa viña). “Como yo aborrezco el nombre de España, usted tiene obligación de decir estepaís porque en caso contrario me ofende”. De tal forma, los métodos estructurales de la convivencia democrática se establecen no en base a un razonable ordenamiento jurídico, como sería de desear, sino al albur caprichoso de “sensibilidades” cada vez más exigentes. La puerilidad se instala en el discurso oficial, como respuesta a la no menos pueril rabieta permanente de quienes conocen el truco: cuanto más se quejen y más amenacen con disturbar, más beneficio obtendrán. No vivimos exactamente en un estado de derecho sino de hecho; y los hechos... jodidos andan. Desde que José María Aznar se cubriera de gloria cambiando los nombres oficiales de Lérida, Gerona, La Coruña y algún otro enclave de estepais, la derecha no ha dejado de confirmar la evidencia: no tienen ideología.
 
Entendámonos. Hay personas (físicas y jurídicas, individuales o colectivas), que se manejan en la vida con una determinada filosofía. A otras les basta con conceptos claros. Y otras necesitan un manual de instrucciones. Esa es la ideología de la derecha política española: un prontuario de recetas para remediar los males que, históricamente y según su santo criterio, han causado tremendos problemas a España. (Escribo “España” porque me sale de donde yo te diga y porque, de momento, es la nación donde vivimos todos). Era el mismo discurso del general Franco: “No se metan ustedes en política”. ¿Ideología? Teniendo de su parte a la Iglesia católica, incansable suministradora de contenidos éticos, animosa generadora de la weltanschauung hispana, para qué van a ponerse a pensar en asuntos vagarosos, ajenos a la prima de riesgo, el Ibex 35 y los porcentajes del euríbor?
 
Ya tenemos, en consecuencia, trazado el mapa idóneo: la derecha en el poder, acomplejada, sin cuerpo teórico que la sustente y ocupándose de la economía, que es lo suyo; y la izquierda en la oposición, armada hasta los dientes con filosofías y conceptos que tarde o temprano incendiarán el bosque seco. Cuando hay anorexia económica, tal cual en estos tiempos, esa es la situación más ventajosa para la propia izquierda, por mucho que ahora lamenten haber perdido importantísimas parcelas de poder tras las dos últimas convocatorias electorales. Tiempo tendrán de alegrarse y comprender que en política hay tiempo de siembra y tiempo de cosecha. Ahora, les toca echar simiente, protestar de vez en cuando y cuidar que la lumbre no se apague. Estoy convencido de que esa misma izquierda (al menos sus cabezas más lúcidas), sabe perfectamente que esta monumental crisis económica, sólo comparable a la que se resolvió en el siglo pasado por medio de dos guerras mundiales, no puede ser gestionada, desde el poder, por unos partidos e ideologías que están genéticamente incapacitados para ello, históricamente desautorizados y, por vía de la experiencia (en España bien reciente), olímpicamente desbordados por la crudelísima realidad. La izquierda, una vez confirmada su renuncia a cambiar el mundo (doy por sentado que cambiar el mundo significa sustituir el modo de producción capitalista por otro alternativo y radicalmente distinto), sólo tiene una opción real de poder: aguardar tiempos de bonanza y postularse como gobernantes con mayor criterio y solidez de principios en cuanto concierne a repartir la riqueza. Pero si no hay riqueza que compartir... mal lo llevan. Aunque llegarán sus nuevos buenos tiempos, seguro. Mientras el tinglado funcione tal como está organizado, llegarán.
 
Por otra parte, quien piense que el triunfo del Partido Popular en las pasadas elecciones de noviembre fue un éxito doctrinal, como que los españoles hubiesen comprendido al fin las excelencias programáticas de la derecha liberal, así como la nulidad teórica de la izquierda, se equivoca tres rotondas. A pesar del jesuítico y muy sabio consejo de “en tiempos de crisis no hacer mudanza”, el electorado ha hecho un viaje natural: cada uno a su redil y pocos votos prestados. El PP, que obtuvo unos resultados muy similares a los de 2008, es curiosamente, y muy probablemente, quien más votos prestados tiene. Seamos objetivos: para votar al PSOE había que estar muy convencido o tener mucho temor a perder demasiado. Para votar al PP, bastaba un razonamiento: “Peor no lo pueden hacer, a ver si por lo menos son más formales”. Los demás votos, que son muchos, en su casa; desde los vergonzantes, más bien ilegales diputados de esa coalición amiga de ETA, a IU y los nacionalistas catalanes. Hubo incluso dos millones de electores que se quedaron en casa a conciencia, votando desde el sofá y con toda su intención al único partido en el que confían: el de Rita la cantaora. Lo insólito de aquellos resultados electorales fue que el partido que más aumentó en votantes, UPyD, saliese implacablemente dañado por una ley electoral injusta, con tintes caciquiles tirando a feudales. En su tiempo se pactó dicha ley con los nacionalistas, o sea que tampoco hablamos de ninguna anormalidad en esta democracia de territorios y no de ciudadanos.
 
Mientras todo esto sucede, la derecha de estepaís, fiel a su exclusivo papel histórico como remediadora de desaguisados, continuará instalada en la burbuja sin mácula donde habita, incontaminada por ninguna ideología porque de eso no tienen, obsesionada con no herir susceptibilidades y ser, dentro de un orden, más progre que los progres. Tan tolerante con los intolerantes como aquel concejal de Bailén (Jaén), quien estaba dispuesto a cambiar el nombre de un instituto, el “19 de julio”, aniversario de la famosa batalla, porque era fecha demasiado próxima al 18 del mismo mes. Y eso, claro, podía herir algunas sensibilidades... Sobre todo si se pertenece al gremio de los imbéciles.
 
Pues ahí están y así van a seguir un tiempo, bajo el aguacero y aplicando a estepaís su gran cuerpo teórico: el manual de instrucciones. Puede que, con suerte, consigan medio sacarnos de la crisis. Por lo demás, claro lo llevan.

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