No toda Europa se alza, es verdad. Nada se alza, por ejemplo, en cierto país que, habiendo luchado denodadamente durante siete siglos, logró que no se consumara la invasión islámica de Europa. Pero dejando de lado tan lamentable excepción, no cabe duda de que en el resto de países el hombre europeo empieza a levantar cabeza.
Francia, Italia, Austria, Suecia, Suiza, Flandes y, sobre todo, Holanda: tales son los principales países en los que, con sus obvias diferencias y con todas las dificultades que aún quedan por vencer, empieza a arraigar un movimiento identitario que se va desprendiéndose, poco a poco, de esa especie de euromasoquismo consistente en rechazar nuestra tradición y renegar de nuestra identidad.
Aún no se pueden echar, es cierto, las campanas al vuelo, pero no cabe duda de que se está arrinconando cada vez el pensamiento aún hoy dominante: ese pensamiento para el cual todas las identidades, etnias y culturas son indiferentes e intercambiables…, salvo en un caso: el del pueblo europeo, culpable —pretenden— de haber intentado aplastar a todos los demás.
En este lento, aún precario, pero cada vez más afirmado renacer, la pequeña Holanda ocupa un lugar descollante. Holanda, ese país donde, de proseguir la inmigración al ritmo actual, pronto los holandeses se encontrarían en clara minoría. Holanda, donde Geert Wilders, el líder de su gran partido identitario, acaba de conseguir una decisiva victoria al ser absuelto de las imputaciones de discriminación y odio contra los musulmanes por las que le acusaban diversas asociaciones de musulmanes u otros grupos de izquierdas. Es decir, los partidarios —en el caso de estos últimos— de diluir las múltiples identidades en la gran papilla, mustia y gris, del “uniformismo cultural”: ese otro nombre de la globalización económica y cultural: el engendro que, de prosperar, acabará tanto con la identidad europea como con la de los pueblos cuyos inmigrantes afluyen en riadas al nuestro.
La sentencia que ha pronunciado el jueves 23 de junio un tribunal de Amsterdam se produce, además, en un contexto en que el Gobierno holandés —que cuenta con el apoyo del partido de Geert Wilders— acaba de instaurar nuevas medidas destinadas a fomentar la integración de los extranjeros. Así, a partir de ahora, ningún inmigrante podrá disponer de un permiso de residencia si no habla holandés y si no ha aprobado los exámenes de los cursos de cultura holandesa que, por lo demás, deberá costear él mismo.
Medidas estas de simple lógica y llenas de sentido común, salvo para quienes consideran que es bueno, justo y saludable que vivan sin integrarse en la lengua, la cultura y la forma de ser de un pueblo quienes han llegado masivamente al mismo.
El que hayan llegado alentados por quienes disponen así de una mano de obra dócil y más barata que la autóctona, es obviamente otra cuestión —y cuestión que debe ser constantemente resaltada y recordada. El que los partidos identitarios casi nunca lo hagan es una de las razones que merman y dificultan su crecimiento.
Como la merma también el hecho de abordar la cuestión inmigratoria como si se tratara de una cuestión aislada, de algo que no tendría nada que ver con toda la debacle de nuestros propios valores éticos, espirituales, políticos y culturales. Esta debacle que nosotros mismos hemos engendrado y para la cual casi ninguna palabra existe en el discurso de los grandes partidos identitarios.