A veces ocurre. Pocas, rarísimas veces, pero puede pasar. En medio del torpor en que la espuma gris de los días lo mece todo; en medio de la futilidad de unos tiempos inodoros e incoloros en los que nada grande se juega… y todo lo grande se hunde, ocurre que de pronto uno se ve sacudido por un acontecimiento grande, inesperado y que permite entreabrir un pequeño resquicio de esperanza. La publicación de La civilización del espectáculo, el reciente ensayo de Mario Vargas Llosa, forma parte de este tipo de acontecimientos.
Así es, tanto por las ideas desarrolladas en el libro como por la personalidad de quien las desarrolla. Que alguien con la trayectoria de quien fue galardonado en 2010 el Premio Nobel de Literatura; que alguien que constituye probablemente la figura hoy más prestigiosa de las letras hispánicas arremeta con semejante contundencia y claridad contra los males que diezman nuestra cultura, nuestro mundo y nuestra civilización: semejante cosa no es desde luego baladí. Lejos de situarnos ante un “mero asunto cultural”, ello nos emplaza ante un acontecimiento de la más alta significación.
¿Por qué la publicación de La civilización del espectáculo no es ningún asunto “meramente cultural”? Por una razón muy sencilla. La cultura —la grande, “la cultura de gran estilo”, que decía Nietzsche—, esa cultura que hoy perece a manos de la futilización, la banalización y el entretenimiento, esa cultura no es ella misma, contrariamente a lo que se cree, ningún “asunto cultural”. Es un asunto vital, esencial: es el fuego mismo que arde en el hogar del mundo. En palabras de Vargas Llosa: la cultura debe entenderse “no como un epifenómeno de la vida económica y social, sino como realidad autónoma, hecha de ideas, valores estéticos y éticos, y obras de arte y literarias que interactúan con el resto de la vida social y son a menudo, en lugar de reflejos, fuente de los fenómenos sociales, económicos, políticos e incluso religiosos”.
Unos fenómenos religiosos cuya importancia destaca el nada creyente, por lo demás, Vargas Llosa. Así lo sintetiza en la entrevista concedida hace unos días a La Vanguardia de Barcelona: “La cultura ha estado siempre muy cerca, a veces confundida, con la religión o la espiritualidad.” Hoy, sin embargo, no sucede tal cosa. La religión ha perdido la fuerza que tenía antaño. Pero el problema es que “sólo una minoría muy pequeña puede reemplazar enteramente con otra cosa la fe religiosa en un más allá. La gente necesita creer que esta vida no es la única, vivir una vida con sentido, y eso explica la perennidad de la religión […], que se creía que acabaría con el sentimiento mágico y religioso, pero no ha sido así”.
No es éste, sin embargo, el caso de todo el mundo. “Yo perdí la fe —prosigue Vargas Llosa— cuando era muy joven, casi un niño, y en mi caso la cultura ha reemplazado perfectamente la fuerza vital que da la creencia en Dios, pero me doy cuenta de que eso son casos muy excepcionales. No hay una sola sociedad en que el grueso de la población haya conseguido reemplazar de modo permanente la preocupación religiosa por la cultural.”
Y esta imposibilidad que afecta al grueso de la población es lo que nos lleva a lo que constituye, sin duda, uno de los puntos clave del libro: el igualitarismo en el que “creyeron tantos educadores y filósofos optimistas” para quienes “una educación liberal al alcance de todos garantizaría un futuro de progreso, de paz, de libertad, de igualdad de oportunidades, en las democracias modernas”. No ha sido así, y se impone constatar, concluye Vargas Llosa, que “la ingenua idea de que, a través de la educación, se puede transmitir la cultura a la totalidad de la sociedad, está hoy destruyendo la ‘alta cultura’, pues la única manera de conseguir esta democratización universal de la cultura es empobreciéndola, volviéndola cada día más superficial”.
Tan ingenua idea encuentra su origen histórico en los pensadores de la Ilustración. Ahora bien, que no por ello haya que echar por la borda todo lo que el espíritu ilustrado y liberal representa en cuanto a apertura de espíritu, en cuanto a pluralidad de ideas que libre y civilizadamente compiten entre sí: tal es, desde luego, otra de las destacadas aportaciones de este libro excepcional.
Su denuncia desesperanzada nos permite, sin embargo, entrever una especie de esperanza, decíamos al comienzo de estas líneas. El hecho mismo, en efecto, de que alguien con el peso y la autoridad de un Vargas Llosa lance semejante reflexión y denuncia ya resulta, en sí mismo, extremadamente alentador.
Todos, es cierto, le van a sonreír con su vacua sonrisa. Nadie va a rechistar. Todos van a aprobar, aplaudir, comprar un libro que todos (“y todas”) considerarán que sí, ¡oh!…, está muy bien…, es tan guay…, mientras ninguno se enterará de que es de ellos mismos de quienes habla, de que son sus propias miserias las que denuncia. Muy pocos (y es de esperar que, entre ellos, los lectores de este periódico) van a quedar profundamente estremecidos por todo lo que en este libro se describe y denuncia.
Da igual, no por ello dejará de resonar —oscuramente también para quienes no la oigan— la gran pregunta ante la que Mario Vargas Llosa nos emplaza. Esa que cabe formular parafraseando la célebre pregunta de Conversaciones en la Catedral: “¿Cuándo se jodió el mundo, Zavalita?”.