Comentaba el otro día el marqués de Tamarón, con una de esas frases suyas esculpidas con cincel, que “la novela no miente nunca, pero las memorias sí”. Quería significar (o, al menos, así lo entendí yo) que lo que aparece a través de la ficción novelística no es otra cosa que la verdad, es decir, la realidad misma, hirviente de sangre y vida, de las cosas.
Las memorias, en cambio, lo tienen mucho más crudo. No cuentan (se supone) ninguna ficción, tienen por obligación atenerse a «la verdad verdadera» —a la verdad inmediata— de una vida, de un entorno, de un mundo. Aplastadas bajo el peso de la inmediatez, envueltas en la grisura cotidiana de los días, las memorias mienten entonces y no pueden sino mentir. No pueden evitar que se les escape entre los dedos “la otra cara” de la realidad, esa luz («oscura luz», la llamaba Hölderlin) que, entreverada con la hojarasca de lo cotidianamente real, la novela, en cambio, hace resplandecer
Conseguir, en tales condiciones, que unas memorias “no mientan”, lograr que no sean un acta notarial, sino un acto literario, no es tarea fácil. Sólo si el acto es alto y grande cabe lograr tal cosa. Como lo logra, en este primer volumen de sus memorias, Fernando Sánchez Dragó.
Lo logra por la sencilla razón de que Dragó se equivoca cuando cita, haciéndolas suyas, las palabras del gran Montaigne: «Quiero que se me vea en mi forma más simple, natural y ordinaria, sin contención ni artificio, pues yo soy el único objeto de este libro». Y añade Montaigne: «No he visto nunca monstruo o milagro tan grande como yo mismo». Ante lo cual Dragó precisa: «Ese monstruo, ese milagro, no es, aquí, Montaigne. Soy yo».
Si realmente lo fuera, si las memorias de Dragó sólo fueran eso, «mentirían» lamentablemente. Limitándose a contar una vida, se olvidarían de lo que decía un grafito que Dragó vio una vez en un local madrileño: «El arte empieza en aquel punto en que vivir no basta para vivir la propia vida».
Nada de ello afortunadamente sucede. El auténtico objeto de este libro no es sólo el individuo que lleva por nombre Fernando Sánchez Dragó. Su objeto es la conjunción entre tan extraordinario individuo y las dos fuerzas por las que él ha apostado…, si es que no son ellas las que han apostado por él: el sexo y la literatura.
Todo es sexo, sólo sexo, nada más que sexo, nada menos que sexo, podría decirse de este libro, parafraseando la sentencia que su autor escribe a propósito de dos mujeres (pero cabría decirlo de todas): Hedy Lamarr, la actriz que deslumbra en 1951 a un adolescente Dragó; y Lola, la joven criada que le inicia a los placeres de Eros antes de convertirse en puta de altos vuelos.
Si el sexo está omnipresente, si de una a otra página saltan a borbotones las mil mujeres que imparten fuerza e imprimen luz a la vida de nuestro hombre, igual de omnipresente está la otra gran pasión que, marcándole a fuego, lo envuelve todo: la literatura. (¿Existen acaso dos pasiones más poderosas y virtuosas… en el sentido que los romanos —no los cristianos— daban a la palabra virtus?)
La literatura, es decir, la palabra. La palabra que lo toca y trastoca todo con su aleteo… que aquí es vendaval, torrente desatado aunque domado en su impetuosidad. La literatura, es decir, la palabra por la que pasan y cobran sentido todos los temas, todas las obsesiones, todos los denuestos, todas las denuncias —desde el feminismo hasta el igualitarismo, desde la tele hasta el consumismo— que constituyen el mundo de quien, habiendo sido un niño raro, ha acabado convertido en un adulto todavía más raro en el mundo desquiciado y absurdo que nos agobia.
(F. Sánchez Dragó, Esos días azules. Memorias de un niño raro, Planeta, 2011, 515 páginas.)