Por una de las extrañas vías que la semántica permite establecer nexos entre el significado de las palabras, la planta herbácea de tallos rastreros llamada melón (cucumus melo), ha derivado en lo que en lenguaje coloquial conocemos como melonada para denotar torpeza, tontera o dislate. Don Sabino Arana Goiri, reconocido por el Partido Nacionalista Vasco como el Padre de la Patria Vasca, Euskadi, incurrió en afirmaciones categóricas como esta: «Plegue a Dios se hundan en el abismo y desaparezcan sin dejar huella todas las minas…» que según algunos de sus más devotos seguidores, como M. Fernández Exebarría, eran la base de la riqueza en Bizkaia en sus tiempos, equivalentes a las fábricas de hoy. Se manifestó así contra la perversión de los ricos en quienes veía (Arana) a los peores enemigos de la Patria invadida. Clamorosa evocación de las voces ancestrales e invocación de los mitos totémicos para guarecer al país del euskera sumido en un ensueño bucólico: la arcadia en la que rememorando un pueblo rural y sencillo se entregara a la adoración de un macho cabrío.
En Los vascos no son españoles, Pantaleón Ramírez de Olano (obsérvese, al igual que en el caso de Fernández Etxebarría, la presencia de apellidos castellanos, seguramente no deseados), en evocación de la planta herbácea que nos ocupa, nos ha iluminado con sabias palabras; «¿Qué significa, traducida en años, la frase “desde la época magdaleniense”? Nada más ni nada menos que esto: los vascos ocupan su territorio actual por los menos desde hace diez y seis mil años, desde, simplemente, catorce mil años antes que Jesucristo viniese al mundo.» Ni más ni menos.
Por lo menos el noble fanfarrón bilbaíno aplicaba una nota de sorna cuando aducía, en prueba de humildad, el hecho de que Jesucristo nació en Belén pudiendo haberlo hecho en Bilbao.
Entre mordaz y socarrón, Indalecio Prieto, cuyo enfrentamiento con las huestes de Sabino Arana le llevó a definirse como «enemigo acérrimo y declarado del nacionalismo vasco, porque representa un espíritu rural y reaccionario», había escrito en su periódico El liberal, el 12 de febrero de 1918: «Los nacionalistas vascos hablan con énfasis de la raza. Aceptando como aceptan la integridad del dogma católico reconocerán que no habiendo existido otra pareja amorosa en el Paraíso Terrenal, los demás, al igual que ellos, descendemos de Adán y Eva. Todo lo más que les podemos conceder en honor a su superioridad racial, es que ellos proceden del primer mordisco de la manzana.»
Uno de los puntos controvertidos de la guerra civil española de 1936-1939, lo constituye la participación del Partido Nacionalista Vasco en el conflicto en el bando opuesto a los sublevados el 18 de julio. Se le presentaba la ocasión de revertir el resultado adverso de las guerras civiles del siglo XIX y tomar partido frente al jacobinismo republicano colocándose al lado de los que acabarían ganando la guerra. Obligaba a ello la indudable posición tradicionalista-integrista, más que carlista, que impregnaba el celo religioso de su dirigencia y militancia. Pero la dádiva de última hora del Estatuto de urgencia (1° de octubre de 1936), concedido por el gobierno republicano, apremiado por exigencias que imponía la guerra en marcha, hizo posible la contra natura actitud frente a los que desde temprana hora invocaban para el Alzamiento el carácter de cruzada. Prieto, destacado promotor de la decisión, se tragaría el sapo de tener como aliados a sus viejos enemigos.
El curso de la guerra en el norte, tras la acometida del Ejército de Franco, uno de cuyos episodios destacados fue el bombardeo de Guernica, culminó con la derrota de los gudaris, que a modo de tabla de salvación, rebasaron las fronteras de Vizcaya y, ya situados en tierras de la provincia de Santander, fueron protagonistas de una rendición acordada con los italianos del CVT, de dudosa gloria, conocida como el Pacto de Santoña.
Los gudaris, soldados vascos, encuadrados en el PNV, fueron en realidad socios de conveniencia del Gobierno republicano. Sus jefes, desde el inicio de la guerra, no habían perdido contacto con los sublevados. Durante la fase conspirativa, preparatoria del golpe, los nacionalistas vascos fueron sondeados por los militares actores del Alzamiento Nacional, y sin que resultara sorpresivo, la respuesta fue positiva. La proximidad ideológica, fundamentalmente religiosa, con los que con el desarrollo de la guerra constituirían el franquismo, solamente encontraba una barrera: el Estatuto de autonomía, engavetado por el Gobierno republicano. Su concesión de urgencia, como fórmula para cortar de raíz las dudas que en el seno del PNV oscilaban entre la neutralidad y la adhesión a los sublevados, vino a resolver una situación. Surgiría otra duda en la conciencia de muchos nacionalistas. ¿Se habían equivocado de bando?
Las negociaciones por separado que las unidades militares dependientes del PNV sostuvieron con el Ejército de Franco desde los primeros momentos de la Guerra Civil española, abrigaban la intención de obtener ventajas, como la preservación del aparato industrial, en perjuicio de la República. La paradoja consiste en que el Gobierno español estaba decidido a apoyar la suerte del Gobierno autónomo vasco sin la contrapartida que le obligara a hacer causa común con la ventura de la República. De tal manera que, encerrados en su endogenismo, hicieron prevalecer las exigencias de la llamada ancestral de la patria vasca, preconizada por Sabino Arana, a dar cumplimiento al compromiso de caballeros que los vinculaba con la República.
Así se llegó, amainado el calor telúrico que proporciona el terruño, al Pacto de Santoña con la patética conclusión de que la otra parte no cumplió el acuerdo del que no existe documento firmado. Palabras que se llevó el viento del norte. Gregorio Morán, en su prólogo a El Pacto de Santoña, de Xuan Cándano, concluye lapidario: «Roma no paga a traidores, ni en la antigüedad ni en la modernidad. Ni Roma ni nadie, dicho sea de paso.»
Causa asombro que la quimera de un visionario como Sabino Arana calara en algunos vascos a dar apoyo, expreso o tácito, al aquelarre en el papel que se les asignó. En su Historia de España, Antonio Ramos Oliveira, historiador socialista, supo resumir el desenlace del drama (¿melodrama?) que tuvo por escenario un pueblo de Cantabria:
«Ofrecióse a los nacionalistas vascos una coyuntura excelente para comprender la historia de España y comprender a los demás españoles. Comprender de una parte a los españoles que llegaban de Asturias, de Santander, de Madrid; y de otra, a los que atacaban desde Navarra. En fin, advertir que todos no eran lo mismo ni iguales. Mas los nacionalistas vascos no comprendieron ni a unos ni a otros en la guerra, como no los habían comprendido ni habían querido comprender antes.»
Desde el País Vasco, el PNV ha tergiversado lo concluido en Santoña, tratando de transformar una rendición sin gloria en un acuerdo histórico e incluso heroico. Nada de eso. Si alguna definición cabe, se trata de una traición a la República, realizada con tal torpeza que la aproxima, si no fuera por lo trágico, a una travesura infantil.
Coda. Con respecto a la opinión del pintor José María Ucelay, transcrita en artículo anterior acerca de la génesis del Guernica de Picasso, publicado en el País el 21 de octubre de 1979, es conveniente matizar la calificación que en él se hace de «inculto» al autor del cuadro que ha dado base a la actual polémica acerca de la ubicación ideal del mismo. Es evidente que tildar de inculto a Picasso, en razón de su cuestionable identificación política, es una extravagancia. Hubiera sido más ajustado a la realidad, sostener que fuera de su dedicación a la pintura, exponente cultural de primer orden, su despiste era proverbial. Situación, por otra parte, extensible a infinidad de artistas que puestos a navegar fuera de sus aguas, presagian naufragio.
Aunque un poco cogido por los cabellos, valdría la respuesta que Unamuno dio a alguien que sostuvo que el ajedrez desarrolla la inteligencia. «Sí –contestó don Miguel—, pero desarrolla una inteligencia que sólo sirve para jugar al ajedrez.»