La embestida de fuerzas naturales contra un espacio geográfico, situado en el trópico de Cáncer, 72° 25’ longitud oeste, 19° latitud norte, donde jamás cristalizó con carácter perdurable algo que pudiera merecer la calificación que los homologara con una nación donde se asentara un Estado, ha servido para exponer en carne viva una tragedia que se inscribirá en los anales del infortunio.
Carente de instituciones sobre las que instalar una convivencia fructífera, Haití es, por encima de otras consideraciones, una palabra que evoca desde su alumbramiento la abyección que le dio origen con el asentamiento de una población, que por utilizar la expresión consagrada por Borges en el título de una de sus obras, constituye una página tétrica en la Historia universal de la infamia.
Formando parte de lo que ha merecido la calificación de «collar de esmeralda de las Antillas», Haití es una eslabón del extenso rosario de islas que a través de 1500 millas constituye el arco que desde la península de Florida alcanza las costas de Venezuela. Allí habita una de las poblaciones más azotadas por el hambre y la consiguiente desnutrición.
Desde que fue descubierto en el primer viaje de Colón y asentados los esforzados navegantes de los siglos XV y XVI, la exuberancia de sus tierras deslumbraron a los conquistadores, que a primera vista las consideraron como joyas de gran valor. La frondosa vegetación tropical, en el marco del mar azul del océano, ejerció por espacio de más de dos siglos una poderosa seducción en intrépidos aventureros procedentes de Europa atraídos por la fama de riqueza de estas islas. Otros pobladores, no seducidos por el afán de gloria y fortuna, extraídos contra su voluntad de Africa, constituirían la gran mayoría de la demografía haitiana.
Sin embargo, más de cuatro siglos después de su descubrimiento, según Josué de Castro, autor de « Geopolítica del hambre», obra de relevancia en el desarrollo de los estudios de biosociología y de la geografía humana, «aquellas tierras prometidas se muestran como tierras expoliadas, con sus suelos agotados y debilitados sus habitantes. A los ojos de los sociólogos actúales, el collar de piedras preciosas de las Antillas aparece como una joya falsa, con sus piedras sin brillo y sus engastes corroídos por el moho del tiempo.» Si bien este panorama expuesto por Josué de Castro ha sufrido alguna alteración positiva desde la publicación de su obra, puede servir para describir a Haití, que en la actualidad es prácticamente un desierto incapaz de sustentar a la población que malvive pendiente de la ayuda exterior.
Tanto como un problema humano Haití es un problema ecológico cuyo origen se encuentra en la implacable destrucción obra del hombre. Si ya estaba castigado desde un principio por el asentamiento masivo de esclavos africanos, la gran tragedia vino a consumarse cuando Napoleón Bonaparte trató de reintegrar Haití a la situación de colonia francesa. La crueldad con que la antigua metrópoli trató de preservar el territorio tuvo su respuesta del mismo rigor por parte de la población negra, que como medio para consolidar su independencia, se entregó a incendiar las haciendas dedicadas principalmente al cultivo de la caña de azúcar. El precio de la independencia fue alto: el rico país de antaño se convirtió en un desierto. Transcurridos doscientos años las tierras todavía no han recuperado su capa vegetal. Las condiciones de vida en Haití se resumen en tres flagelos: tierra improductiva, máxima pobreza y bajísimo nivel de educación. A todo ello y como secuela, hay que agregar una sociedad sin bases. Es aplicable para describir la situación lo que dejó dicho Jean Monnet: «Nada es perdurable sin las instituciones.»
Aunque el lema oficial de la República de Haití es «Liberté, Egalité, Fraternité», en parodia del que se proclamó en la Revolución Francesa, desde la independencia de la metrópoli, no se ha producido una relación intensa con Francia. Muestra de ello es que desde su emancipación, en doscientos años ningún jefe de Estado galo ha hecho acto de presencia en el territorio en el que ejerció su dominio. Esta ausencia puede interpretarse como el poco orgullo que siente Francia por su presencia en la antigua colonia.
Haití proclamó su independencia en 1804, circunstancia que lo inscribe en el segundo país en emanciparse de la tutela colonial en América, después de Estados Unidos. Lo hizo como culminación de un proceso revolucionario que tenía como meta la abolición de la esclavitud a través de un enfrentamiento cruento con Francia, que ejercía el dominio desde el siglo XVII, después de la división de la isla Hispaniola mediante un tratado con España en el que ésta cedió la mitad de su soberanía sobre el territorio compartido en la actualidad con la República Dominicana.
Respecto a la presencia de Francia en este territorio que ha irrumpido dolorosamente en las paginas negras de los medios de comunicación, es de destacar la diferencia entre su presencia a través del idioma, con la que dejó España allá donde ejerció su influencia en Iberoamérica. Mientras que Haití es precisamente un espacio lingüístico dominado por el creole, que apenas alcanza la condición de un patuá del francés, la naciones que heredaron la lengua de Castilla ofrecen hoy la brillantez de unas literaturas en español, homologables a la que se desarrolla en lo que con retórica cansina se define como madre patria.
Lo que se plantea ahora en Haití es la revisión de las ayudas practicadas hasta el momento para hacer frente a las situaciones límite que se dan en partes del planeta para obtener resultados que permitan superar las hambrunas, caos y postración en que se encuentra ese cuarto mundo, incapaz por sus medios para salir del subdesarrollo. Más que países subdesarrollados, hay países subcapacitados. Sin la ayuda fiscalizada y controlada de los poderosos, alejados de los viejos moldes del colonialismo clásico, no podrá resolverse la vergonzosa situación de espacios como Haití poblados por un gentío.
Consideración aparte merece la necesidad de realizar un exorcismo para romper el maleficio que el Vudú ejerce sobre una vasta zona caribeña, que por vía mágica impone una barrera que la separa del desarrollo.