Las cuitas de nuestro hombre en Europa

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La pregonada a bombo y platillo Alianza de Civilizaciones, en trance de disolución como un azucarillo al contacto con el agua, metáfora de la realidad, es una ocurrencia más de quien no carga en sus alforjas otros conocimientos históricos que aquellos que le acreditan un lugar de honor entre la aristocracia de la ignorancia.

A pesar de que nos estamos instalando en un nuevo ecúmene signado por la irrupción de tecnologías que nos condicionan para contemplar el mundo como una aldea global, la idea de civilización, lejos de diluirse, va a adquirir mayor importancia en el futuro y es previsible que el mundo se irá estructurando en base a algunas de las principales civilizaciones. Son de destacar: la occidental, la islámica, la confuciana, la japonesa, la indú, la eslavo-ortodoxa y, posiblemente, la africana. Pensar lo contrario es hacer tabla rasa de lo acontecido desde la irrupción del homo erectus y crear un escenario donde Eva se dispone a morder la manzana: un paraíso artificial alimentado por alucinógenos.
 
Por lo que afecta a España, la Alianza de Civilizaciones con la que Rodríguez Zapatero pretende montar su pedestal en la historia, sustenta la voluntad de convertir una de las cinco naciones, base del proyecto cultural, religioso y político de la identidad europea, en un país no alineado. Despropósito sólo concebible cuando se pretende borrar el hecho de que España, junto con Inglaterra, Francia, Alemania e Italia, en los estertores de la Edad Media, fue motor de la Europa que en nuestros días se afana por vencer todas las inercias que se resisten, cada vez con menos fuerza, y sacudirse los lastres que hasta hace pocos años hacían de su espacio físico campo de batalla. España es un país alineado y de vieja data en lo que denominamos civilización occidental, y dentro de ésta, en Europa.
 
Ahora que en el transcurso de este semestre le corresponde a España la presidencia rotatoria de la Unión Europea, capitidisminuída en este caso porque tendrá que compartirla con el presidente permanente que se estrena en funciones desde primeros de este año, conviene reflexionar acerca de los orígenes y desarrollo de este viejo mundo del que España fue, es y será parte con una importancia compartida con los demás componentes.
 
Para aprehender el significado de Europa tendrá Rodríguez Zapatero que hacer inmersión en la evolución de este parte del mundo desde el hundimiento del Imperio romano hasta nuestros días, cuando después de la Segunda Guerra Mundial, y a la vista de su desolador panorama, hombres profundamente enraizados en unos valores comunes, se entregaron al proyecto que culminaría con la actual Unión Europea.
 
Por primera vez entre los siglos VII y VIII se acuña el término «europenses» para definir a cuantos habían quedado fuera del ámbito del Imperio y que por avatares de la historia llegaron a fundirse con los latinos para constituir una unidad cristiana. El inventor precoz de este gentilicio fue San Beda, el Venerable. A mediados del siglo VIII, desde las inmediaciones de la Córdoba ya sometida al dominio del invasor islámico, hizo uso del mismo término «europenses» para referirse sin ocultar su satisfacción a las huestes de Carlos Martel, que en la batalla librada en Poitiers, frenaron la acometida del islam que había rebasado los límites pirenaicos. Y en el umbral del siglo IX, al instaurarse el Sacro Imperio Romano Germánico por obra de Carlomagno, recibía éste de un trovador la calificación de «cabeza del mundo y cumbre de Europa.» Se había logrado una fusión decisiva entre latinidad y germanismo, y paralelamente, la identificación de cristiandad con Europa.
 
Para comprensión del papel que le corresponde a España en la creación y desarrollo de lo que a nuestro hombre le toca presidir este semestre, le convendría, aunque fuera de pasadas, una ligera incursión por los páginas de La Europa de las cinco naciones del profesor Luis Suárez, a través de las cuales pasa revista a los grandes hechos políticos, los conflictos bélicos, las más destacadas figuras en el campo intelectual y artístico, así como los sangrantes choques religiosos y la conflictividad social.
 
«Y entonces (principios del siglo XV, con motivo del Concilio de Constanza reunido para superar la crisis planteada por el Cisma de Occidente) —dice Luis Suárez— se dijo que Europa en cuanto Universitas christiana, era la suma de cinco naciones, Italia, Alemania, Francia, España e Inglaterra, en este orden, porque con él se indicaba el grado de proximidad a Roma, de donde ellas extraían su legitimidad.»
 
Lejos de afirmarse en las raíces espirituales de Europa, nuestro hombre ha echado sobre sus hombros la responsabilidad de sacarla de la crisis económica, ante el asombro de propios y extraños. Poca experiencia podrá aportar el que en su propio patio no acierta a sembrar la confianza entre los suyos, condición indispensable para establecer un punto de partida. El irrespeto con que se ha pretendido menoscabar el prestigio de Rodríguez Zapatero al sustituir su imagen por la de Mr Bean, obra de algún jaquer guasón, no augura una presidencia brillante. La arúspice que profetizaba la feliz conjunción astral que propiciaría una nueva era en la que Rodríguez Zapatero de consuno con Barak Obama, serían sus figuras fulgurantes, no parece haber tenido éxito en el ejercicio de las artes adivinatorias. Si sus hados no lo remedian, la presidencia europea puede ser el canto del cisne de nuestro hombre, que ha hecho de las ocurrencias la fuente de inspiración de sus ideas luminosas. Podría comparársele con aquel estudiante que, según Azaña, «le preguntan la lección y no se la sabe, pero no quiere callarse y mete embuchados», palabra ésta que en una de sus acepciones del DRAE se refiera a la morcilla o añadidura que hacen los comediantes.

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