Estampas italianas entre lo sublime y lo grotesco

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Van a celebrarse ahora 150 años del cumplimiento de la anhelada aspiración de Italia de acceder a su condición de Estado-nación, malograda por las vicisitudes que relegaron a la bota transalpina al tardío logro de su plenitud política. Fue tras la batalla de Solferino cuando Víctor Manuel II, rey del Piamonte, dirigiéndose a sus huestes proclamó la victoria con estas palabras: «Soldados, hoy hemos dado una lección a los austríacos.» Pero lo notable de esta arenga es que la hizo en francés, idioma habitual por aquel momento en el Piamonte, partero de la unificación de Italia. A pesar de su consolidación, en cierta forma fue un alumbramiento con fórceps.

Se había realizado el sueño de algunos de los más preclaros políticos de la Italia dispersa; Maquiavelo entre ellos. Benedetto Croce, en su obra «España en la vida italiana del Renacimiento», dejó testimonio elocuente: «España había vencido, y, a juicio de los políticos italianos, Maquiavelo y Guicciardini, había sabido vencer. Si los humanistas se resignaban, nuestros políticos se limitaban en aquel entonces, objetiva y fríamente, a los sucesos ocurridos, o, a lo sumo, como el poeta y político Maquiavelo, soñaban con una Italia que tomase el empleo de las armas y alcanzase el valor y la profundidad del pueblo español y de otros, añorando para ella un príncipe italiano que supiese emplear para la desunida, discorde y sierva Italia, las artes de un Fernando el Católico.» Aquella y sucesivas turbulencias de la vida italiana quedaban superadas en 1861.
 
Ya lo había preconizado Mazzini, el inspirador teórico de la reivindicación unificadora: «En la historia hay dos clases de hombres: los que abren la brecha, y los que la siguen penosamente.» A  Cavour le corresponde el papel de aunar voluntades. Sin embargo, al comprobar el éxito, lo describió afirmando: «Ya hemos creado Italia; ahora vamos a crear los italianos.» De paradojas y contradicciones como ésta está nutrida Italia.
 
La agresión de que fue víctima recientemente Silvio Berlusconi pone de manifiesto la irrefrenable vocación artística de ese país, que tanto como de los italianos es patrimonio de la humanidad. Incluso la característica del ataque de un orate contra el presidente del Gobierno italiano, cuya procacidad no desmerece su habilidad para obtener el favor del voto de sus compatriotas, contiene una nota de sublimación: el cuerpo del delito fue una pequeña estatua. No faltará el letrado que en defensa del inculpado alegue eximentes valores estéticos. Lo sublime y lo grotesco forman con frecuencia en Italia un matrimonio no siempre mal avenido. Un versátil septuagenario con aspecto de cantante de tangos porteño, en un cambalache redivivo, seduce a un país considerado el primer productor de latin lovers.
 
Fue Orson Wells, que por cierto dejó en disposición testamentaria el deseo de que sus restos incinerados fueran esparcidos sobre España, quien al referirse a Italia vino a decir que, en efecto, durante el Renacimiento se cometieron horrendos crímenes, pero a cambio surgieron algunas de las figuras más representativas del arte universal, tales como Leonardo, Miguel Angel, Fra Angélico, Rafael, Boticelli, Piero della Francesca, Donatello, Verrocchio, etc; en cambio, Suiza, modelo de comportamiento ciudadano, donde todo el mundo se acuesta temprano, apenas cuenta en su haber con la invención del reloj de cu-cu.
 
En su Viaje a Italia, Goethe sostiene que «cuando llegué aquí no aspiraba a nada. Y ahora sólo persigo que nada siga siendo para mí un mero nombre, una simple palabra. Quiero ver y descubrir con mis propios ojos todo aquello que se considera bello, grandioso y venerable». Para el autor de Las desventuras del joven Werther, Las afinidades electivas, Ifigenia en Táuride y Fausto, la obra en la que trabajó toda su vida, el periplo por tierras italianas representaría un importante cambio en su pensamiento: el retorno al clasicismo y una liberación de los sentidos. Nada menos.
 
El Renacimiento le permitió a Stendhal una contemplación de sus bajezas y de sus más altas cimas; las estirpes salpicadas de sangre y sexo; la inmolación por un modelo de salvación realizable. Todo ello observado a través del ojo seducido del autor de La Cartuja de Parma.
 
Josep Pla, que humildemente, acaso en muestra de falsa modestia, se confesaba falto de imaginación para escribir, advertía que para ejercer el oficio de escritor al que consagró su vida entera necesitaba «más que formas conocidas y familiares, fuertes estímulos externos». Los encontró en Cartas de Italia, su entusiasta exaltación de las alucinantes emociones que le produjo el contacto con un país esencial, exponente de fragancias, sabores, colores y sonidos.
 
Residencia del sucesor de Pedro en la Tierra, no podían faltar en Italia manifestaciones en que lo sacro sirve en ocasiones de envoltorio de humor negro para divertimento del pueblo. Tal como ocurrió en pleno Renacimiento, cuando un condotiero al servicio de Siena liberó con ánimo de lucro, la ciudad de la tiranía del sátrapa de turno. La multitud, agradecida por el servicio prestado, deliberó para determinar la forma de agradecer el favor, y en cumplimiento de una costumbre, imperante en aquellos tiempos, decidió declararlo santo por aclamación, previo cumplimiento del requisito previo de matarlo. De esta manera fue elevado a los altares aquel libertador que, al igual que sus compañeros, consideraban la guerra como un verdadero arte. Impecable forma de sublimación de lo grotesco. El final de los condotieros se produjo a principios del siglo XVI, debido a su impotencia para enfrentarse con sus tácticas y pertrechos medievales a las potencias europeas que invadieron Italia. En Padua se ha perpetuado la memoria de los famosos mercenarios con una escultura de Donatello, donde Erasmo de Narni, conocido como Gattamelata aparece majestuoso sobre un brioso corcel.
 
En las décadas de los treinta y cuarenta del siglo pasado, Italia vivió un intento de resucitar el Imperio Romano de la mano de Benito Mussolini. La parafernalia militar con que envolvió la aventura parecía recordar aquello de que la guerra e bella ma incomoda. El fascismo, en su aspecto bélico, visto desde la perspectiva actual, puede parangonarse a una superproducción de Cecil B. de Mille, donde una tramoya de cartón piedra y losas de yeso era la imagen de un poderío imaginario. Tan es así que la primera embestida de una tramontana real derribó todo el artilugio con más pena que gloria. Contribuyó a ello alguna grotesca puesta en práctica de las artes de Marte. Valga como ejemplo la entrada en guerra de Italia contra los Estados Unidos. En diciembre de 1941, Mussolini, desde el balcón del Palazzo Venezia, se dirigió a una multitud enfervorizada y con su habitual cara feroce proclamó urbi et orbi que frente a gli Stati Uniti avviamo dieci miglioni de baionette. Si hay un pueblo capaz de reírse hasta de su sombra, ese es el italiano. Así, la tentación fue demasiado grande como para evitar que incluso entre los mandos militares y jerarcas fascistas, se invirtiera la eufórica arenga para dejar la cifra de dieci miglioni de cazzi. En español la misma cantidad de chorras.
 
En la Roma de santos varones y de cardenales descreídos, de finos teólogos y de grandes hetairas, lo sagrado y lo obsceno han tenido singular escenario. Cuide el visitante que se desplace a la Ciudad Eterna de no apostarlo todo por ella: puede salir defraudado.
 
Circula por el Trastevere, para quien quiera oírla, la noticia de que los finochii romanos, después de ser socorridos por algún chapero en noches de creciente, en muestra de placentero agradecimiento, expelen por la parte favorecida fumata bianca. Todo es posible en esta corte de los milagros donde hay que proteger el espíritu para no llegar a la paradójica certeza de que Roma veduta fede perduta.
 
Hará cosa de treinta años, el poderoso Carlo Benedetti, señor de la Olivetti, al establecer una comparación entre Italia y España, sostenía que si bien aquélla aventajaba a ésta en iniciativa y creatividad empresarial, España la superaba en el terreno político y administrativo. Ignoraba el empresario italiano la deriva que la política española iba a tomar hasta situarnos en trance de equipararnos al caos que caracteriza la cosa pública en la vieja bota.

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