Confieso que la primera noticia que tuve de Afganistán, allá por mi pleistoceno, aparte del sonsonete escolar que para ilustrarnos en geografía nos hacía repetir “Afganistán, capital Kabul”, fue a través de la lectura de “Estudio en Escarlata”de Arthur Conan Doyle. Según este autor, la obra en cuestión es una reimpresión de las memorias de John H. Watson, el inefable doctor en medicina que había formado parte del cuerpo de médicos del ejército británico, razón por la cual participó como cirujano destinado en el 5° regimiento de fusileros de Northumberland.
Esta unidad militar estaba de guarnición en la India cuando estalló la segunda guerra de Afganistán, y a ella se incorporó el que pasaría a la historia vía literaria como el célebre adjudicatorio de la frase del no menos famoso Sherlock Homes de «Elemental, mi querido Watson», que se le atribuye sin que apareciera en los relatos policiales del mejor cultivador del género de su tiempo.
Aquella campaña en la que participó el doctor Watson, acaso premonitoria del desenlace que un futuro puede deparar a este conflictivo territorio, escenario recurrente de encarnizadas luchas por ejercer dominio sobre una geografía en la que los términos nación y estado no acaban de superar el rango de entelequia, que a algunos participantes les proporcionó ascensos y honores y al ayudante de Sherlock Holmes sólo le proporcionaron desgracias e infortunios, hasta el punto de que una bala explosiva le destrozó el hueso rozando la arteria del subclavio. Para colmo de desgracias, una vez restablecido, mientras convalecía en un hospital en Peshawur, contrajo el tifus, flagelo de las posesiones británicas de la zona.
El territorio actual de Afganistán, llamado Ariana en la antigüedad, mereció una descripción de Lord Curzon, Virrey de la India en 1898 en la que incluía a sus vecinos inmediatos: «Turkestán, Afganistán, Transcaspio, Persia son palabras que tienen solamente un sentido remoto y representan escasamente una memoria de extrañas vicisitudes de una fábula moribunda. Confieso que para mí constituyen las piezas de un tablero de ajedrez sobre el cual se desarrolla un juego por la dominación del mundo.» Casi perfecta definición de lo que es una encrucijada que poco ha variado desde el momento en que el virrey británico expresó su contrariedad después de la segunda guerra de Afganistán en la que participó el doctor Watson.
Más de un siglo ha transcurrido desde entonces y al desastre británico habría que sumar el que padecieron los soviéticos al ser barridos literalmente del escenario afgano por los representantes casi prehistóricos encarnados por los talibán. La incógnita del presente es si las fuerzas de ISAF-OTAN, con la mayor presencia en la Alianza de los Estados Unidos, están expuestas a seguir el mismo camino. La situación puede definirse como un punto de no retorno situado entre definitiva estabilidad o su inmersión otra vez en el caos recurrente. Esta parece ser la realista opinión del general McChrystal comandante de la fuerzas militares de la Alianza en la operación Libertad Duradera. Ante este criterio el presidente Obama se ha tenido que debatir entre el entusiasmo suscitado por sus promesas de paloma y las exigencias de halcón que la realidad le imponen.
Fue Clemenceau, el tigre de Francia en la Primera Guerra Mundial, quien acosado por los reveses militares que a su nación infligían los alemanes, llegó a sostener que «la guerra es una cosa muy seria para dejarla en manos de los militares». No parece alcanzar esta afirmación el rango de apotegma, puesto que son militares, como McCrystal, quienes han puesto el dedo en la llaga al cuantificar un número de requerimientos humanos y materiales para coronar con éxito la empresa en la que se han visto inmersos. Y ya se sabe, como sostuvo el general Petraeus, que a los aficionados a temas militares, entre los cuales habría que incluir a muchos políticos, les gusta hablar de estrategias, mientras que a los profesionales de la guerra «hablamos de logística». Es decir, plantearse la guerra como los Estados Mayores, como la optimización de recursos materiales, humanos, y el establecimiento de un orden de prioridades.
Aunque persiste en esta guerra una pugna entre Estados rememorando la más rancia peculiaridad de las políticas de equilibrio practicadas en el siglo XIX, en el presente conflicto una amalgama de problemas, entre los que destacan la situación de insurgencia, el terrorismo, junto al narcotráfico que trasciende sus fronteras, y como colofón el conflicto global frente Al Qaeda y el yihadismo salafista.
De no rematarse con éxito esta guerra las consecuencias serían de suma gravedad: irradiación de la ideología de Al Qaeda para convertir el territorio afgano en otro Estado fallido al estilo de Yemen, Niger, Mali y Somalia, puesta de actualidad esta última con motivo de la utilización de su territorio como base de la rediviva piratería en el Indico.
Al margen de las consecuencias que se harían sentir en el mundo occidental en general, por lo que afecta exclusivamente a los Estados Unidos se perfila un debilitamiento de la posición en el Asia Central frente a Rusia y China, y un daño de difícil reparación a la ya debilitada relación con la OTAN, su más destacado instrumento, afectado por la utilización que sectores políticos ha hecho en ambas orillas del Atlántico de la crisis de Irak.
La esperada decisión que ha culminado con la decisión de Obama de incrementar el número de efectivos militares en el conflictivo territorio de difícil definición política, anunciada por exigencias políticas de uso interno como el último incremento en la escalada, coloca a los Estados Unidos ante un acuciante dilema.
Compaginar exigencias políticas electorales con necesidades militares ineludibles pueden constituir un grave error de Obama, una equivocación que puede lastrar el futuro del presidente y de su poderosa nación. Poner más tropas pero no las necesarias puede conducirle a un fracaso. Vencer o vencer sin otras alternativas es lo que en la Academia Militar de West Point se exige de su presidente. O expondrá Obama a los Estados Unidos a un fracaso por una medicación insuficiente en el tratamiento de obligaciones contraídas con su país y el con resto de Occidente. He aquí la cuestión.
La voluntad aislacionista del pueblo estadounidense fue quebrantada en dos ocasiones en el pasado siglo: en diciembre de 1941, cuando la no tan sorpresiva agresión japonesa a Peral Harbour sin previa declaración de guerra, y en 2001, tras el ataque suicida a las torres gemelas de Nueva York, venciendo el escaso interés de Goerge W. Buch por los asuntos mundiales.
Para ambas ocasiones vale la expresión con que desde Japón se describió la reacción de los Estados Unidos: hemos despertado a un gigante dormido.
Desde aquel 7 de diciembre de 1941 abandonaron para siempre su resuelta aventura de la conquista de su propio Oeste, atravesando praderas plagadas de bisontes totémicos, y sin sopesar mucho la carga que caía sobre sus hombros entraron en la historia universal sin posible retorno. El poder tiene su gloria pero también su precio. A Obama le corresponderá pagarlo.