El presidente Obama se ha quedado corto al calificar el asesinato en Fort Hood de trece militares y herir a más de treinta como un «acto irracional». Sin que sirva para establecer comparaciones, no dista mucho este calificativo de la interpretación que el presidente del Gobierno español, Rodríguez Zapatero, dio cuando ETA rompió la tregua trampa con el atentado de Barajas y referirse al hecho como un «accidente». Cabría preguntarse si se trata de un lapsus linguae o de una simple metedura de pata producto de la ausencia de una reflexión previa que hubiera impedido expresar lo que realmente no estaba en la intención. ¿Dos actos fallidos?
Ello nos lleva a una reflexión acerca del tránsito por la presidencia de los Estados Unidos de Barak Obama. Al cumplir sus primeros cien días al frente de la primera potencia mundial había pasado con notable puntuación el pulso con la opinión y con el prestigio incólume se lanzaba fuera de las fronteras de su poderoso país para adquirir la noción de cuán difícil resulta recibir la herencia del poder a beneficio de inventario, y cuán obligado es asumir el pasado con todas las cargas y consecuencias.
Su llegada a la presidencia había estado precedida por una auténtica exhibición carismática generadora de expectativas que, para su cumplimiento, además de dotes personales, requería de asistencias rayanas en la taumaturgia. El «Yes, we can», coreado la noche electoral por miles de voces con los ojos esperanzados por la llegada de la nueva era, vislumbraban un new deal de Roosevelt, una nueva frontera de Kennedy, y nuevo tiempo que se abría con interrogantes de difícil respuesta.
Al cumplirse los tan clásicos como arbitrarios cien días, esa tradición implantada mediante la cual se trata de auscultar el futuro, con un horizonte impregnado de incertidumbres y riesgos, Barak Hussein Obama era consciente de que el político es al estadista lo que el amante al marido.
Irak, Afganistán, Pakistán, Irán, Palestina y Corea del Norte figuraban, y figuran, en su agenda como asuntos prioritarios, sin olvido de la pesada losa representada por la crisis económica. Pero sobre todo destaca su no ocultada intención de tender puentes entre Occidente y el Islam.
Punto álgido en la hoja de ruta del presidente Obama fue el discurso pronunciado en la Universidad islámica de El Cairo. Sin recurrir a lectura, expresado con una claridad conceptual que lo acredita como una cabeza bien amueblada, durante una hora fue desgranando algunos de los problemas involucrados en el intrincado asunto y manifestó su deseo de que debemos actuar con el entendimiento de que la gente en todo el mundo enfrenta los mismos desafíos. No eludió abordar el tema de la relación entre dos de las civilizaciones más importantes que se han desarrollado en la historia caracterizada por etapas de coexistencia así como de guerras y conflictos religiosos.
En un punto de su discurso sacó a relucir la convivencia que se ha dado en determinados momentos, uno de los cuales sería el de la tolerancia que tuvo lugar en Al Andalus, en Córdoba concretamente, durante los días de esplendor del Califato. Los discursos de los políticos suelen tener apoyos previos en los datos que sobre diversos temas aportan los documentalistas a su servicio, que complementan la línea central que pretenden exponer. Y en este caso habría que puntualizar algunos puntos.
1) Ben Laden advirtió que España figura en la memoria colectiva del Islam expresada en el mensaje de añoranza en el que propone «que no nos pase lo que en Al Andalus.» No es de lo más acertado por parte del presidente Obama sacar a relucir nostalgias que puedan producir efectos opuestos a los deseados. En una de las suras del Corán, según la traducción de Rafael Cansinos Assens, está escrito: «Allá de donde os hayan echado volved y matadlos.» Claro está que la historia está hecha de palabras como estas de improbable cumplimiento, pero escritas están con el riesgo de que mentes calenturientas las tomen como de obligado cumplimiento.
2) Si bien es cierto que en los primeros siglos del Califato de Córdoba tuvo lugar un gran desarrollo cultural, este período fue barrido con la llegada de los almohades que invadieron de fanatismo todo Al Andalus. Dos personajes ilustran la época: Averroes y Maimónides. El primero fue desterrado de Córdoba y se prohibió la difusión de sus obras. Aunque fue reivindicado y llamado a la Corte de Marruecos meses antes de su muerte, gran parte de su obra sólo ha sobrevivido gracias a las traducciones al hebreo y al latín y no a su original árabe. Maimónides, como Averroes nacido en Córdoba, perteneció a una distinguida familia en la que figuraban jueces rabínicos y estudiosos de diversas disciplinas. Desde sus primeros años se inició en estudios bíblicos y talmúdicos en su ciudad natal, pero tras la intolerancia desatada con la invasión almohade, su familia tuvo que fingir su conversión al Islam e inició un cambio continuo de residencia por distintos lugares de la España musulmana. Finalmente, víctima del fanatismo tuvo que exilarse en Egipto donde residió en Alejandría y murió en El Cairo. Su principal obra constituye una recopilación sistemática de la variedad de leyes y normas religiosas y jurídicas de la vida judía. La Guía de perplejos, también conocida como Guía de descarriados fue muy estimada tanto entre judíos como entre cristianos. Tuvo gran rechazo por parte de algunos musulmanes que exigían una lectura literal del Corán, lo que no fue obstáculo para que ejerciera notable influencia en el mundo musulmán y cristiano. El carácter conciliador de su obra no encontró el debido eco en el mundo intolerante.
La persecución de intelectuales de la talla de Averroes y de Maimónides, así como las constantes guerras civiles que enfrentaron a los habitantes de Al Andalus, constituye un rotundo mentís a la difundida noticia de la convivencia pacífica.
3) La que verdaderamente se ha de considerar la capital de las Tres Culturas y de la tolerancia es Toledo, que tuvo como principal propulsor a Alfonso X, adjetivado como el sabio. La escuela de traductores de Toledo, hito de la cultura occidental, fue enriquecida por el aporte de cristianos, judíos y musulmanes, que se entregaron al rescate de textos de la Antigüedad y a la traducción de obras árabes y hebreas al latín y al castellano. Gracias a ello el castellano incipiente adquirió rango de lengua culta en el terreno científico y literario. Puede considerarse su aporte como el impulsor de un renacimiento filosófico, teológico y científico que desde la España en plena reconquista se expandió por todo el occidente cristiano.
4) Ninguna barrera interpuesta entre naciones, culturas o civilizaciones es insalvable, por difícil que luzca a primera vista. Para salvar los obstáculos que lo haga posible, el punto de partida debe ser el riguroso comportamiento de éstos. Si tomamos como ejemplo el salto que en plena guerra fría dio la administración Nixon al aproximarse a la China comunista en muestra de pragmatismo; el desmoronamiento de la Unión Soviética, impredecible hasta que el castillo de naipes se desmoronó; el arranque tras la devastadora segunda guerra mundial del Mercado Común Europeo, anticipo de la Comunidad Económica, hoy convertida en Unión Europea, fundamentalmente producto del convencimiento de los dirigentes de Alemania y Francia, acostumbrados a dirimir sus diferencias en los campos de batalla; y un largo etcétera de deshielos entre bloques irreconciliables a la largo de los tiempos, podemos concluir que la historia no ha concluido, que no existen finales de la historia, como predijo Kukuyama —pronóstico desmentido por los hechos y por su propio arúspice.
El futuro nunca está escrito. Las soluciones para descifrarlo no se sacan de la chistera como las palomas o los conejos de los magos, aunque ciertas dotes de los estadistas llamados a innovar, obligan a utilizar artes adivinatorias para forjar el futuro. Si la imaginación de Obama se proyecta imitando a la jirafa, que mira desde arriba pero con los pies sobre la tierra, habrá convertido su lema de campaña electoral, «sí podemos», en la sólida base de un nuevo tiempo. Las herencias, cuando representan las luces y las sombras de una nación, que después de perder la inocencia afronta el peso de la púrpura del liderazgo, constituyen patrimonio de delicado manejo. Uno de pasivos que Obama recibe puede describirse con la opinión que en su tiempo sostuvo el general Marshall en el sentido de que ninguna democracia puede aguantar más de siete años de guerra.
Y lo que se vislumbra es que la anhelada pax americana no está a la vista, y por el contrario, el escenario de posibles enfrentamientos no son augurios de alarmistas sino evidencias difíciles de eludir. El premio Nobel de la paz, concedido más como una esperanza que como galardón respaldado por hechos, se ha vuelto contra él en su propio país. Los problemas de todo orden que acosan su presidencia constituyen por sí solos una de las incógnitas de más difícil despeje con que se ha encontrado un presidente de los Estados Unidos en su historia. No debería olvidar Obama el perdurable consejo de Sun Tzu en el Arte de la guerra: «Ninguna nación se ha beneficiado nunca de una guerra prolongada». Las enseñanzas del tratadista militar chino que datan del siglo I a.C. hacen aparecer como envejecidos a respetables pensadores militares occidentales más próximos a nuestros días. Es aconsejable aceptar la luz de esas enseñanzas para no luchar en la oscuridad.