A vueltas con Ex-paña

Duele tanto más… cuanto que es verdad

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El artículo de nuestro colaborador José Vicente Pascual publicado con el título “En lo que se ha convertido Ex-paña” ha suscitado diversas reacciones, entre apesadumbradas y coléricas, por parte de algunos lectores (salpimentadas con los habituales insultos y zafiedades —tal vez algo más moderados esta vez— con que la gente suele elevar el nivel del debate y mostrar el suyo propio). A mí también me duele, la verdad, este artículo: la realidad que en él se expresa.

Por eso precisamente se publicó: porque no nos gustan en “El Manifiesto” ni las vendas con que taparnos los ojos ni los sectarismos de ningún tipo. Cojamos, pues, el toro por los cuernos, miremos frente a frente la realidad de un país gangrenado hoy no sólo por los separatismos que niegan su identidad. Quien lo gangrena en primer lugar, quien repudia la idea misma de identidad o de comunidad, de destino colectivo, histórico… somos el conjunto de los españoles: el país de Europa  —y he vivido en varios— cuyo individualismo exacerbado (cuyo gregarismo, para hablar con rigor) le hace ser el que más alejado está de todo sentimiento de identidad colectiva —salvo cuando gana la Selección Nacional de algún deporte. A tales extremos nos lleva nuestra embriaguez por la modernidad y su individuo-masa; esa modernidad a cuyo tren nos hemos subido anteayer mismo tomando el último vagón del último y ya casi partido convoy.
Volvamos a la historia y a la efemérides de este 12 de octubre que transformó al mundo. Es cierto, al artículo publicado con tal ocasión —pero ni este periódico ni su director han de coincidir en todo con todos sus artículos— le falta destacar, junto con las sombras, toda la grandeza de la gesta. Una gesta sólo comparable, salvando todas las distancias, a otra: la realizada por Roma en la construcción de Europa.
Y una gesta, frente a la cual nuestra chata, intrascendente, bobalicona realidad de hoy…: sobra, la verdad, todo comentario. Como sobra también si uno compara la Grecia actual (alguien que haya ido a Atenas, ¿ha soportado estar un solo segundo fuera de la Acrópolis?) con la Hélade que forjó nuestra civilización; o si uno confronta la Italia de hoy con la del Renacimiento o del Imperio; o si uno piensa, en fin, en Europa toda —tanto en la de este lado como en la del otro del Atlántico.
¿Vuelta, pues, al pasado?… No, en absoluto. Embeberse, sí, de ese pasado que, según el ideal del Progreso (de derechas o de izquierdas) deberíamos por el contrario despreciar... o encerrarlo en los museos. No se trata ni de babear bobaliconamente ante el pasado (como quisieran conservadores y reaccionarios) ni de machacarlo (como quisieran los progres de izquierdas y los progres liberales). Se trata de mirar hacia lo que fue… y gracias a lo cual somos. Se trata de establecer un diálogo íntimo con el pasado, viviendo en conversación con los difuntos y escuchando con los ojos a los muertos, como diría (valga la paráfrasis) Quevedo.
De ello se trata si queremos salirnos del atolladero actual, proyectarnos hacia el futuro, alcanzar ese «proyecto sugestivo de vida en común», sin el cual —lo sabemos muy bien desde Ortega— no hay nación que valga.

«Un proyecto sugestivo de vida en común»… ¿Acaso lo tiene hoy España? ¿Lo tiene tal vez alguna nación, incluida la gran nación europea (de ambos lados)? De buscar tal proyecto —quitándonos anteojeras ñoñas, rompiendo esquemas, deshaciéndonos de nostalgias, olvidando pomposas palabras hueras—, de eso se trata: en España, en las Españas y en donde sea.

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