Traíamos el oro de América. Con ese metal, compuesto por la misma sustancia que la sangre, comprábamos a los países de Europa todo lo que no necesitábamos fabricar en suelo hispano; y también sufragábamos descomunales ejércitos, los cuales mantenían sobre el mapa un imperio que nunca fue nuestro del todo. Con los ripios de aquellos dispendios sosteníamos una administración laberíntica, el sagrado boato de una aristocracia bostezante en el poder y las piedras ancestrales de una iglesia que rezaba entre mirra y terciopelo para que las naves de Indias llegasen a tiempo al puerto de Sevilla.
Los burgueses locales, cansados de remediar con sus impuestos las tempestades en el Atlántico, comenzaron a hacer caja por su cuenta. Guardaban en faltriquera sepulta bajo siete llaves, donde no llegase la mirada del rey, el beneficio de sus industrias. Cada cual se convirtió en su propio bando y todos estaban de acuerdo sólo en una cosa: hablar mal de los castellanos.
El imperio duró hasta que la Divina Providencia —al parecer más luterana que católica— decidió borrarlo del mapa. Quedó un país dividido entre campesinos y rentistas, nobles ociosos y mal vistos mercaderes, militares y curas y, sobre todo, ricos y pobres. Los pobres de España eran los más harapientos del mundo. Los ricos, los más altaneros, capaces de mantener dieta de orgullo tras siete generaciones de bancarrota. Al final, pasó lo que tenía que pasar. Resolvimos el contencioso histórico a la española. Un dictador de derechas metió a medio país en la fosa, la cárcel o el exilio, subió a los pobres en un SEAT 600, bien apretados, nos convenció de que la felicidad consistía en estar en gracia de Dios, tener pan en la mesa y fútbol los domingos; y ya puesto a organizarnos la vida, nombró al Jefe de Estado que reinaría en la sociedad más progresista del universo. Aquel general gallego que tuvo el detalle de agonizar ante el brazo incorrupto de Santa Teresa, abocó a España a ser un país democrático para siempre; por una simple cuestión de simetría. “¿Dictadura? Ni la del proletariado”, dijo Santiago Carrillo en 1977, la última vez que un periodista novato preguntó a un dirigente de izquierdas sobre este asunto.
La fórmula sigue intacta. Las grandes tareas nacionales continúan siendo pan y fútbol. Aparte de despotricar contra el gobierno por la crisis económica y vibrar henchidos de patria por una olímpica candidatura, no es necesario buscar otros puntos de acuerdo en el horizonte de nuestra existencia colectiva. Porque no los hay.
Los vimos hace una semana, del rey abajo casi todos, zaleando la ilusión de multitudes por organizar unos juegos olímpicos. Ellos saben que los españoles somos capaces de unánime esperanza si se trata de aplaudir en competiciones donde se demuestra que unos hombres corren más que otros, que unos equipos de fútbol meten más goles que otros y que algunos jugadores de básquet tienen más puntería que otros. Nunca estaremos de acuerdo ni nos animará la ambición por ser beneficiarios de un brillante sistema educativo; no sentiremos optimismo por lo bien que se administran nuestros impuestos, ni un sólo español se ufanará de lo serio y suizo de nuestro sistema económico-financiero, por nuestro patrimonio artístico, nuestra orquesta nacional, la pujanza de la investigación científica o el esplendor de nuestras letras. No admiraremos a nuestros políticos igual que se les estima y aprecia en otras sociedades más luteranas que católicas. No pondremos la bandera en la puerta de casa ni la foto familiar del presidente en ninguna página web oficial. Y si ese mismo presidente osara retratarse en compañía de sus parientes, junto al matrimonio más poderoso del mundo, no nos embargará la satisfacción sino el sonrojo. En eso sí somos aplicados: nadie como un español para detectar y aislar el virus de la vergüenza ajena.
No nos queremos. No nos gustamos, ni como fuimos ni como somos. Y el problema parece sin solución al menos hasta dentro de cuatro años, cuando todos del rey abajo se empeñen de nuevo en traer a España el fuego de Olimpia, que siempre fue rojo y amarillo. Ojalá lo consigan, y lo digo en serio. Muchos podremos dar algún sentido a esa vergüenza ajena —nuestra especialidad—, cuando tras cinco goles a Camerún, un oro en mil quinientos y un 6-0/6-1/6-0 en la final de tenis, las muchedumbres vuelvan a entonar el himno de las grandes gestas deportivas, las únicas: ¡Yo soy español, español, español!
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