No soy el único que entre sus proyectos haya figurado tener una casa junto al mar, pero acaso existan pocos que habiendo cumplido con el propósito, no han encontrado el momento de gozarla. Es mi caso; circunstancias de la vida me han retenido fuera de España, y la casa que adquirí en 1980 apenas he podido disfrutar a trancos semanales.
Recuerdo que cuando se estaba construyendo me sorprendió lo reducido de dos ventanas orientadas a Levante y si instrucciones al constructor para que ampliara el inmenso panorama marítimo. Desde las ventanas modificadas, de una ojeada es posible contemplar: hacia el noreste las brumas del delta del Ebro; hacia el sureste las adivinadas costas de Argelia; hacia el este franco Sicilia; y allá a mi frente Estambul
Testigo de mi orden de ensanchamiento de las ventanas de mi casa de Peñíscola, Obdulio Jovani ahora instalado en su bastión de ABC valenciano, infundiendo ánimos a los defensores de la embestida tartarinesca del pancatalanismo, me dio un codazo y me dijo: “Castrón, vaya vejez que te estás preparando” Esto fue hace casi treinta años. Ahora la vejez llama a la puerta para instalarse definitivamente, y aunque, a Dios gracias, no hay signos de mayor deterioro que el pelo blanco, la alopecia, la presbicia y algún que otro diente reparado, siento un incontenible impulso de volver a Ïtaca poniendo fina mi campaña caribeña. No me espera nadie tejiendo y destejiendo, porque María, mi Penélope acompaña haciendo de nuestras vidas el encaje de bolillos aprendido en el día a día de las esperanzas de un paraíso por ganar.
El madrugador, cual es mi caso, goza de algún privilegio compensatorio de la privación, no siempre placentera, de abandonar la cama, sobre todo en invierno. Descubrir el nuevo día que se avecina alcanza en Peñíscola el sublime deleite al contemplar el inmenso peñón que en días soleados exhibe los muros de la histórica fortaleza, doradas por la pertinaz labor del astro rey.
Desde mi atalaya, antes del amanecer, impresiona la tupida bruma que cubre la joya geológica y su puerto pesquero, iluminado por el tenue resplandor de los barcos que se disponen al faenar de cada día y dejan una estela luminosa con la proa puesta en la bocana que los entrega al mar abierto. Cuarenta y cuatro barcos componen la flota de matrícula local, catorce de ellos de trasmallo. Pero casi de repente, en presagio de las primeras luces del alba, desaparece la cubierta que oculta el peñón y el puerto, y Peñíscola aparece como un buque fantasma anclado en perpetuo reposo, como un pontón varado. Constituye un momento irrepetible aunque al día siguiente vuelva a producirse porque está escrito que
La suerte me ha favorecido cuando con ocasión de temporal que hace imposible la pesca, los patrones y marineros, para compensar el día perdido, se congregan en el chiringuito-catedral del puerto y al calor de alguna copa, nunca de más, hablan de sus cosas, las de la mar y otras más prosaicas. Siempre me han fascinado dos lenguajes: el taurino y el marinero. Recibir a portagayola a un morlaco con una larga cambiada, abarloado dirigirse a un punto dando bordadas, pueden saber al profano a jeroglíficos o versos jerosolimitanos, pero en toreros y sus cuadrillas, y patrones y sus marineros, son jerga togada.
El chiringuito, regido abacialmente por Vicent, se convierte esos días en aula abierta para el boquiabierto visitante necesitado de saciar su apetito con los peces recién llegados de la lonja. Saboreando la elemental cocina puede uno olvidarse y dejar para más tarde las historias relacionadas con el Cisma de Occidente que tuvo su fin en la antigua fortaleza templaria de Peñíscola. Allí, o aquí, para entendernos, Pedro Martínez de Luna, discutido Papa conocido como Benedicto XIII, vino a refugiarse tras haber puesto a prueba con sobresaliente calificación, la acreditada virtud aragonesa de la tozudez. Prueba de ello es que cuando Fernando de Antequera, elegido rey en el Compromiso de Caspe, instó al Papa Luna a reconocer al que recién se había elegido en Roma, el altivo baturro, en lugar de matar al mensajero, le respondió: “Andad y dezid al rey que le agradezco mucho que en pago de averle hecho yo rey sin serlo, me quiere él hacer que no sea yo a, sabiendo que yo lo soy”. Aunque la Corona de Aragón al fin retiró su apoyo al Papa Luna, entre el pueblo y algunos sectores eclesiásticos, la perseverancia del cismático le propició respaldo y obediencia hasta la muerte.
Del Papa Luna se ha escrito mucho y vale afirmar, siguiendo la advertencia de Shakespeare que sirve de pórtico a una de sus obras, de que nada es como se cuenta pero todo es verdad. Como debe ser verdad lo que he escuchado en una de las jornadas de forzoso paro de la flota pesquera de Peñíscola, cuando en referencia a la invención de la paella, un docto disertante, después de citar a Savarin, que sostenía que ha hecho más felíz a la humanidad la invención de un plato que el descubrimiento de una estrella, se extendió con la fascinante historia acerca historia acerca del buque insignia de la cocina española.
Oigan los pueblos: alrededor del año 223 a.C. un terremoto fue la causa del derribo de la gigantesca estatua que representaba al dios del sol griego, Helios, levantada en la isla de Rodas, considerada por sus dimensiones y belleza una de las siete maravillas del mundo antiguo. Polibio,Estrabón y Plinio han dado noticia de ello. Su construcción se realizó a base de un armazón de hierro cubierto con placas de bronce. Los treinta y dos metros de altura y su peso de setenta toneladas constituyen todo un testimonio de grandeza. Los arúspices de aquellos días no previeron la destrucción del Coloso de Rodas y los restos de la monumental estatua, reducidos a escombro, allí quedaron hasta que alrededor de 654 d.C., una avanzada musulmana se apropió tanto del hierro como del bronce. Se plantearon entonces la utilidad que pudiera propiciarles el botín y el ingenio de algún fenicio ya incrustado entre las huestes de Mahoma, dio con la solución: cargaron los restos del coloso caído y en sucesivas escalas por el Mediterráneo llegaron a las costas de Hispania en las que se habían asentado los musulmanes después de la derrota del último rey godo en la batalla de Guadalete, y allí encontraron el lugar propicio para vender el metal. No está claro pero parece ser que fueron cristianos los compradores; prueba de ello es la utilización de carne de cerdo en la elaboración del guiso que se creó. Fue en las cercanías de Gandía donde se realizaron las primeras transacciones, más por querencia mercantil que por necesidad, hasta que un lugareño dio con la utilidad concreta al convertir el hierro en un artefacto apropiado para confeccionar el condumio que con el nombre de paella adquirió notoriedad, aunque hasta la fecha nadie haya sido capaz de normalizarla con una receta canónica. La forma plana del utensilio obedeció a la comodidad para trasladarlo a lomos de cuadrúpedos por los agricultores que se desplazaban atendiendo sus labores.
No se si será verdad, pero disertaciones como ésta en el chiringuito del Puerto de Peñíscola, pronunciadas con verbo y énfasis de lección magistral inducen a pensar, como se dice en italiano, se non e vero e bene trovato.
Aquí estoy, recién desembarcado en mi Ítaca, contemplando el paisaje de los mitos que los hombres desde tiempos remotos han creado como pasatiempo de este mar que por obra de navegantes ibéricos parió siete mares océanos.