En la emancipación de las actuales naciones hispanoamericanas intervienen simultáneamente dos factores: la evidente fatiga de materiales de España inocultables a partir de mediados del siglo XVIII y la constatación por parte de las sociedades de ultramar de que se estaba vislumbrando una realidad con basamentos culturales y económicos que las diferencian de la metrópoli.
¿Qué eran los pobladores de las colonias españolas que constituían el amasijo que había producido el mestizaje? La preocupación que ha predominado en la mente de los hispanoamericanos, que llega hasta nuestros días, ha tenido que ver con la definición de la propia identidad, la búsqueda de sus propiedades trascendentales. En esa indagación, conspicuos representantes de Hispanoamérica pretenden candorosamente, en ocasiones, ser lo que no era más que una ilusión sin fundamentos o con fundamentos cogidos por los cabellos. En sucesivas oleadas, y a veces coincidiendo, el rastreo identidano, tuvo su inicio en la creencia de ser hidalgos castellanos, seguida por la convicción de sentirse europeos enfrentados con el primitivo poblador nativo. La indagación de paternidad cultural, algunas veces, llevó a muchos a chocar con el dictado de la realidad y sentirse, o parecerse, aunque chirriaran los goznes de las puertas que les abrían a una identidad forzada, franceses, ingleses o norteamericanos. No faltaron los que haciendo caso omiso o pretendiendo hacerlo, del aporte hispano, que ellos mismos representaban, se ensalzaron en una filiación exclusivamente indígena, abruptamente interrumpida por la presencia del conquistador. Para completar el cuadro, en determinadas zonas receptoras del contingente humano llegado como una página borgiana de la Historia Universal de la infamia, la presencia de la negritud clamaba y clama por la reivindicación de un ancestro africano. Como hecho novedoso y extraordinario a la vez, no eran europeos, como tampoco eran indios o africanos, aunque se mezclaban todas esas sangres en abigarrado crisol.
El encuentro
El referirse a la historia de las civilizaciones es hacerlo a la de los encuentros que se han producido a la largo de la presencia del hombre (y de la mujer, claro) sobre la tierra. Del encuentro de los descubridores europeos del Nuevo Mundo cabe destacar dos cosas: el asombro ante la magnitud del escenario geográfico que se abría ante sus ojos fascinados, y el contacto con los indígenas del vasto territorio descubierto. Estos dos factores, es decir, la irrupción de un medio natural seductor y el trato con los pobladores autóctonos fue de por sí suficiente para producir un cambio en las vidas de aquellos hombres, que los diferenciaría de los que no se embarcaron en la aventura de cruzar el proceloso, circunstancia ésta suficiente para establecer distinciones y disparidades de visión entre los que se quedaron y los que embarcaron en carabelas y galeones. Fue un germen de futuras discrepancias, hábilmente encubiertas por el primoroso tejido de un entramado jurídico que ponía cierto orden en las relaciones de la vida americana.
Lo que tomó corporeidad en la América de su primera andadura no fue ni el predominio del mundo indígena ni la implantación de una parte de Europa. Fue un acierto el hallazgo del término Nuevo Mundo para referirse a la consciente o inconsciente simbiosis que se estaba produciendo. El mestizaje fue un hecho natural que empezó por la lengua, la cocina y las costumbres: fusión de nuevas palabras, alimentos desconocidos para ambas partes y hábitos de vida rutinaria. Que el idioma castellano se impusiera, relegando las lenguas autóctonas, todavía practicadas, a un ámbito restringido, estaba en la naturaleza de las cosas.
Arquetipo de convergencia de diferencias fundidas en el crisol de la vida diaría nos lo ofrece Garcilaso de la Vega, asentado como capitán en el Cuzco apenas conquistado. La casa que ocupaba se dividía en dos estancias: una, que ocupaba el capitán con sus camaradas, frailes y escribanos, y otra en la que vivía la ya cristianada Isabel, elevada por imposición patronímica a rango de reina, con sus parientes incaicos. En un ala de la edificación, los españoles resolvían sus menudencias, como también sus sueños y delirios, en castellano; en la otra, los familiares de Isabel desgranaban en quechua lamentos nostálgicos de un glorioso pasado. De una a otra parte de la casa correteaba el que mezcla de capitán español y princesa inca daría esplendor a la lengua de España: el inca Garcilaso de la Vega.
En todo el ámbito de Indias dos formas de vida disímiles e incluso antagónicas, al contacto impuesto por las circunstancias, todo él sometido a alteraciones de distinta gradación: nada queda incólume o por lo menos idéntico tras el choque, a veces brutal, de dos civilizaciones. Cual había ocurrido en España, donde la mezquita de Córdoba se había eregido sobre un anterior lugar de culto cristiano y más tarde se levantaba una catedral sobre uno de los vestigios más célebres de la presencia musulmana, en muchos casos la Iglesia Católica se superpone a un templo indígena. Los aportes españoles modifican el trabajo artesanal y agrícola. El idioma de los nuevos pobladores se enriquece con la incorporación de voces y nombres, algunos de los cuales se han perpetuado en bellos arcaísmos. Al torrente circulatorio de la lengua española se incorpora todo los representativo de la flora y fauna. De este mestizaje cultural surgirá el barroco de Indias que sedimentará a lo largo de tres siglos.
La mezcolanza evocadora de algunos rasgos del gótico, del románico y del plateresco, fueron absorbidos en la síntesis del barroco. Pál Kelemen, en Baroque and Rococo in Latin América lo ha expresado certeramente: «El arte colonial de la América Hispana está lejos de ser un nuevo trasplante de formas españolas en un nuevo mundo; se formó la unión de dos civilizaciones que en muchos aspectos eran antítéticas. Factores no europeos entraron en juego. Quedaron incorporadas las preferencias del indio, su característico sentido de la forma y el color, el peso de su herencia propia, que sirvieron para modular y matizar el estilo importado. Además, el escenario físico diferente contribuyó a una nueva expresión.»
Tratando de manifestarse en una sola forma llegó a convivir el lacónico catecismo cristiano de los misioneros con las creencias de indios y negros que se expresaban, unos con palabras y cantos anteriores a la conquista, y otros con lo que en sus maltrechas alforjas llevaban los procedentes de África. Sin embargo, Hispanoamérica está todavía inmersa en el proceso de integración cultural a través del mestizaje, y en algunas interpretaciones pesimistas es vista como una señal de atraso e inferioridad. Frente a exégesis negativistas, Uslar Pietri sostuvo que «con todo lo que le llega del pasado y del presente, puede América Hispana definir un nuevo tiempo, un nuevo rumbo y un nuevo lenguaje para la expresión del hombre, sin forzar ni adulterar lo más constante y valioso de su ser colectivo que es su aptitud para el mestizaje viviente y creador.»
Al calor de esa marmita se fue cociendo un hombre y una conciencia nueva, que a fuego intenso al principio y paulatinamente lento más tarde, maduró hasta que acontecimientos a finales del siglo XVIII culminaron con el fin de la tutela española. Sólo faltaba un hervor.
De la colonia a la secesión
Durante el tiempo transcurrido entre finales del siglo XV y el XVIII en las sociedades atlánticas se fue desarrollando, con diverso vigor y diferentes resultados, un sistema de producción que produjo su efecto de manera sustancial en el comportamiento de una sociedad que se fue estratificando, y una de las consecuencias más acusadas se manifestó en la paulatina irrupción de una tendencia liberalizadora con respecto a todo tipo de paternalismo exterior.
Tres fases marcaron la evolución de las Indias: un primer periodo caracterizado por el impulso creador que culmina hacia 1650 con el asentamiento firme de la colonia; otro, marcado por el estancamiento rayano en la decadencia; y una tercera etapa que abre el camino de la secesión. Si bien este esquema tiene un basamento histórico, hay que distinguir la gradación en que se produjo. La vida política, social y económica del Nuevo Mundo supuso la práctica de una autonomía que permitió establecer diferencias con respecto a las oscilaciones que se producían en la metrópoli.
En contraste con la Península, en las Indias no llegaron a funcionar las Cortes de tan recia raigambre castellana, y en cambio, el ámbito municipal arraigó tempranamente: los Cabildos se convertirían en el reducto en que tuvieron manifestación los primeros pronunciamientos secesionistas. De esta institución, el Cabildo, puede afirmarse que fue el verdadero basamento de la sociedad colonial, «la célula viviente de los diferentes reinos del Imperio Español», como ha dicho el historiador peruano Víctor Andrés Belaunde.
Aunque parezca pretencioso enmendarle la plana a Ortega, que sostuvo que todo lo ocurrido después de 1580 estaba signado por la decadencia, lo cierto es que nuestro filósofo pecó de exceso de celo. La verdad, contrastada por los hechos, es que el Imperio Español después de la fecha a que hacemos referencia, fue desarrollando su capacidad creadora, y concretamente durante el siglo XVIII el progreso en muchas de sus partes fue notable, como lo demuestra el incremente de la riqueza. Por demás está decir que en los albores del siglo XIX ese Imperio era todavía importante en el mundo, en contraste con los vaivenes que en la metrópoli sometían a España a la humillante claudicación encabezada por dos monarcas de triste recuerdo.
Lo que está ocurriendo a finales del siglo XVIII no es un acontecer exclusivamente español. La Revolución Francesa es la culminación del amortiguamiento del concepto patrimonial y señorial que no establecía diferencias notables entre el Estado y la hacienda del soberano.
Cuanto está sucediendo en el periodo crítico del siglo de la Ilustración en Europa tiene su reflejo en ambas orillas del Atlántico y, según Madariaga «viene […] sólo a reforzar una corriente no menos potente de crítica castizamente española.»
En cierta forma, en los umbrales del movimiento emancipador de Hispanoamérica se manifiesta el efecto de la crítica que desde los primeros días de la conquista habían planteado los juristas y teólogos en el sentido de que ningún pueblo tiene derecho a ejercer dominio sobre otro, sólo justificado temporalmente para llevarle al seno de la cristiandad. Este precepto se había cumplido. Si la escisión se produjo en el momento oportuno para beneficio de los escindidos es otro tema que abordaremos en el último artículo de esta serie.