Conversando con el profesor Stanley Payne, en relación con el generoso prólogo con que presentó mi obra “¿Por qué fracasó la II República?”, le manifesté mi interés por conocer cuál fue el motivo que le llevó a sentir curiosidad por la historia de España. Obtuve la respuesta en Madrid cuando Payne declaró que en los balbuceos de su pubertad le llamó la atención en su Texas natal la mayoritaria abundancia de topónimos españoles. Llevado por esa curiosidad, tras una prolongada y profunda inmersión en temas que tenían a España por sujeto activo, ha llegado a ser uno de los ilustres hispanistas norteamericanos que han hecho de los problemas de nuestra historia objeto de su actividad profesional.
Vino el profesor Payne a sumarse a prestigiosos antecesores que en los Estados Unidos se entregaron en sucesivas oleadas al conocimiento, difusión e incluso exaltación de valores que en la propia España, muchos de sus hijos han persistido en poner en tela de juicio.
Por jerarquía cronológica podemos citar a Washington Irving (1783-1859); Willian Prescott (1796-1859); William Thomas Walsh (1891-1949); Charles Fletcher Lummis ( 1859-1928); Archer Milton Huntington ( 1870-1955); Lewis Hanke ( 1905-1993); el propio Payne; todos ellos y sobre todo el fruto de la siembra que han depositado en el campo de la historiografía española e hispanoamericana que dará su cosecha en el futuro.
Washinston Irving, después de una peripecia en la que alternó las experiencias empresariales con las literarias, inició una carrera diplomática que le llevaría a desempeñar la embajada de su país en España. A distancia del numeroso grupo de diplomáticos entregados a matar el tedio de alguno de sus destinos en frivolidades que sólo alcanzan notoriedad en el puro chismorreo de una vida social ociosa, su paso por España fue fructífero: su Historia de la vida y viajes de Cristobal Colón; la Crónica de la conquista de Granada; y los Cuentos de la Alhambra, contribuyeron a difundir el interés por España en momentos en que gravitaba sobre ella el peso de una interpretación deliberadamente tendenciosa acerca de su papel en el mundo occidental. Su obra más destacada, la que mayor difusión alcanzó hasta nuestros días, Cuentos de la Alhambra, contribuyó a fijar una visión exótica y orientalista de España, muy a tenor con los dictados románticos de la época.
Willian Hickling Prescott, producto de la amistad con otro hispanista norteamericano, George Ticknor, que con el tiempo se convertiría en su biógrafo, devino su interés por la Historia de España e Hispanoamérica. Su primera obra en este campo fue Historia del reinado de los Reyes Católicos, que en 1837 constituyó todo un éxito editorial. Dos clásicos le consagrarían en su actividad: Historia de la conquista de México, de 1843, e Historia de la conquista de Perú, de 1847. Afectado por problemas de salud, que le llevarían a la pérdida casi total de la visión, y una apoplejía que sufrió un año antes de su muerte en 1859, dejó inconclusa una biografía de Felipe II.
Seguramente recogiendo el testigo de Prescott, Willian Thomas Walsh, nos ha dejado una de las mejores biografías del rey prudente así como de Isabel la Católica. En el Felipe II, cuya primera edición apareció en España en 1942, una advertencia preliminar de Gregorio Marañón asegura que «no es un libro de actualidad, sino un libro permanentemente actual», y haciendo referencia al rigor demoledor con que algunos de sus compatriotas se han referido a las más controvertidas páginas de nuestra historia, el ilustre prologuista de la obra de Walsh se extiende: « Lo que ha habido —y no ha sido poco— de ignorancia, de injusticia y sobre todo de frivolidad en las historias del gran monarca español que casi hasta nuestros tiempos circulaban como verdades intangibles, ha ido poco a poco rectificándose. Y hay que decir que, aunque beneméritos investigadores españoles han tenido mucha parte en esta obra reparadora, la gran revisión apologética de Felipe II ha venido del extranjero: de los mismos países y, en parte, de los mismos climas religiosos donde siglos atrás se tejió la red de calumnias y exageraciones antifilipistas.» Lo dicho en referencia a Felipe II aplíquese a tantos personajes y acontecimientos que constituyen el tejido histórico español.
Charles Fletcher Lummis es otro de los fervientes relatores de la colonización española. Se le debe considerar como el protagonista de una esforzada vida de explorador cultural. Tanto como escribir la historia, la vivió, recorriendo el vasto escenario hispanoamericano de «unos dos millones de millas.» De su obra Los exploradores españoles del siglo XVI, dice el propio Lummis: «Porque creo que todo joven sajonamericano ama la justicia y admira el heroísmo tanto como yo, me he decidido a escribir este libro. La razón de que no hayamos hecho justicia a los exploradores españoles es sencillamente porque hemos sido mal informados. Su historia no tiene paralelo.» Su vindicación de la acción colonizadora española en América corre en paralelo a su propia epopeya: afectado de parálisis vivió durante cuatro años entre indígenas, que aprovechó para aprender sus idiomas. Lummis describió el gran viaje de España hacia América y la peregrinación fundadora de sus héroes.
Archer Milton Huntington puede figurar como el más grande hispanista del mundo. Movido por su interés por lo español recorrió España en toda su extensión a lomos de mula a principios del siglo XX y seis años después de la guerra hispano-norteamericana, que culminó con la pérdida de los últimos vestigios del Imperio Español en América y Asia, fundó en Nueva York la Hispanic Society of América, antes de la preconizada política gubernamental estadounidense del «buen vecino.» Nadie como Huntington ha hecho más por divulgar el testimonio cultural de lo español. Una curiosa circunstancia se da en el hecho de que todos los miembros del equipo de este hispanista fueron mujeres; y ante la petición de que ayudara a los sordomudos, alegando su oposición a la limosna, les ofreció trabajo, y así la tercera parte de las empleadas de la Fundación eran sordomudas que para entenderse con las demás utilizaban su peculiar lenguaje. Por disposición testamentaria dejó fondos para el sostenimiento de su obra. En la Biblioteca del Congreso de Washington existe una sala dedicada a la América Española, y la Hispanic American Historical Review es una de las primeras publicaciones que se consagran al tema. Fue notable coleccionista de pinturas de El Greco, Zurbarán, Ribera, Alonso Cano, Velázquez, Goya, Fortuny, Casas, Rusiñol, Nonell y Zuloaga. Pero su gran colección es la que reúne acaso la mayor muestra de la obra de Sorolla.
Lewis Hanke es autor de La lucha Española por la Justicia en la Conquista de América. En síntesis, la idea de este historiador norteamericano puede resumirse en el hecho de que no todas las colonizaciones han sido objeto de crítica tan rigurosa y firme como la ejercida por el Padre de Las Casas; otras colonizaciones distintas de la española no habrían tolerado las censuras de un religioso entusiasta defensor de los indígenas y sus derechos como las que soportó la obra española. Aunque Hanke acepta que en la Destrucción de las Indias abundan las exageraciones, se inclina decididamente a aceptar al controvertido fraile como el punto de contraste con otros colonizadores de otras naciones, guiados por simples motivos mercantiles.
¿Qué hace distinta a la colonización española en América?
La comparación obliga a establecer las diferencias fundamentales con Inglaterra, aunque cabe añadir por extensión a Holanda, Francia, Alemania (la de los Welser hanseáticos) o Bélgica.
Con respecto a Inglaterra llama la atención el contraste entre la heterogeneidad de lo que con el tiempo constituiría la Commonwealth, modélica en muchos aspectos, desde el punto de vista geográfico e incluso histórico, y la unidad física y espiritual del, llámese como se quiera, mundo colonizado por España.
Existe una similitud entre ambos modelos: tanto los españoles como los ingleses se creían en posesión de la verdad, y verdad en aquellos tiempos de predominio teocrático, tenía una sola referencia: la religiosa. La diferencia estriba en que mientras los españoles intentaron e incluso impusieron su verdad a los conquistados como medio para lograr su salvación eterna, los ingleses se reservaron esa posesión de la verdad para ellos. Como corolario, los españoles se igualaron con los conquistados, mientras que los ingleses, al no transmitir su verdad marcaron diferencias que se tradujeron en hegemonía.
Pregonada y practicada esta igualdad, el mestizaje del español con los pueblos indígenas configuró un mundo diametralmente opuesto al obtenido por los ingleses, que utilizaron su evidente superioridad para guardar distancias.
Inglaterra estableció una barrera insalvable entre el indígena y el colonizador metropolitano y se relacionó casi sin excepción sólo con la gente de su color: la evidente superioridad produjo el efecto de que los nativos se sintieron atraídos por las instituciones británicas. La Universidad de Oxford llegó a constituir un imán que atraía a los notables indostánicos, birmanos y musulmanes. No era inusual que un beduino árabe, que había llegado a fundar un reino con artes de salteador, ambicionara que su hijo obtuviera titulaciones en los posos de sabiduría de las instituciones educativas inglesas. Los centros de educación superior de la metrópoli llegaron a ser un preciado galardón para los herederos de comerciantes, políticos, soldados, piratas o malhechores, a condición de que fueran leales.
Sin embargo, la admisión de los conquistados nunca fue plena. Mientras que desde los inicios de la presencia española en los territorios recién incorporados no se pusieron trabas a la fusión con los indígenas, los ingleses cuando enviaban personal como funcionarios de cualquier rango para trabajar en sus colonias, tenían prohibido casarse en los lugares de destino con gentes que no fueran ingleses. Tan estrictos eran en este punto que dieciseisavo de sangre indígena en la hipotética novia constituía un obstáculo insalvable para la formalización del matrimonio. Esta barrea de contención al mestizaje preservaba a Inglaterra de trasladar a las colonias ideas y sobre todo una religión que imponía igualdad.
Si bien es cierto que los países integrantes de la Commonwealth gozan de los niveles de bienestar característicos del mundo desarrollado occidental, en contraste con las bolsas de pobreza que amenazan la estabilidad de muchas naciones hispanoamericanas pasto del populismo, no lo es menos que muchas zonas del planeta, antaño dominio o territorios de influencia británicos, constituyen hoy los focos de conflictos que amenazan la siempre precaria paz mundial: Palestina, Afganistán e Irán, por ejemplo, son muestra de ello.
Al margen de conflictos de baja intensidad, que a lo largo de su vida independiente han propiciado enfrentamientos entre algunas naciones hispanoamericanas, no existen problemas de fondo que permitan vaticinar situaciones fuera de control. En realidad el hilo conductor de su origen común hispano, forjado en el mestizaje integrador es garantía de un futuro en comunidad.
Aunque no es descartable algún amago de desestabilización propiciado por el conflicto constitucional de Honduras, que radicaliza apoyos a las posiciones enfrentadas, es de esperar que las aguas vuelvan a su cauce. Como ocurrió en la década de los ochenta, cuando el mismo negociador que ahora trata de mediar en el diferendo Zelaya-Micheletti, puso de acuerdo a nicaragüenses, guatemaltecos y salvadoreños empeñados en resolver a tiros sus diferencias.