Desde los albores de la humanidad una de las primeras actividades del hombre consistió en apropiarse de lo ajeno y para ello se hizo necesario conquistar para ejercer un dominio sobre los demás. En casi todas las conquistas se trató de justificar esa acción como un derecho. Sin embargo, en el caso de España una de las preocupaciones fundamentales consistió en la explicación jurídica y moral impregnada de graves problemas de conciencia con respecto a la actuación de sus protagonistas.
España fue la primera gran nación que produjo en su seno escrupulosos juicios y críticas a su obra magna: la conquista del Nuevo Mundo, realizada por sus hombres. La preocupación legalista no estuvo presente sólo en Hernán Cortés a la hora de justificarla o censurarla. Los españoles de su tiempo, fray Francisco de Vitoria y fray Bartolomé de las Casas, no se sintieron satisfechos con la argumentación de Cortés, que en una de sus Cartas de Relación a Carlos V, le informaba que había advertido a los pobladores de las nuevas tierras «diciéndoles cómo todas estas partes y otras muy mayores tierras y señoríos, eran de vuestra alteza, y que los que quisiesen ser sus vasallos serían honrados y favorecidos, y, por el contrario, los que fuesen rebeldes serían castigados con arreglo a justicia.»
Vitoria consideró esta afirmación como la pretensión de simplificar un tema de tanta sutileza teológica, y no le satisfizo en absoluto. Por su parte, Bartolomé de las Casas, menos aún se avino a tal razonamiento, aunque a pesar de las discrepancias que sostuvo con Cortés, se da en ambos la coincidencia de que, en realidad, se trata de dos conquistadores conquistados. Una fría y sutil observación podría llevarnos a la conclusión de que se trata de un caso de división de trabajo.
Vitoria, en su obra De Indis sostuvo que los indios no son seres inferiores, sino poseedores de iguales derechos que cualquier ser humano y son propietarios de sus tierras y bienes. Con este planteamiento nació el Derecho de Gentes, el Derecho Internacional moderno, que pasó a definir las relaciones entre los imperios europeos y los pueblos del llamado Nuevo Mundo. Tanto las ideas de Francisco de Vitoria como las de Bartolomé de las Casas fueron atendidas en las Cortes de Castilla y en 1542 se promulgaron las Leyes Nuevas de Indias, un corpus que ponía a los indios bajo la protección de la Corona. Se culminaba así la recriminación que Isabel la Católica había hecho a Colón cuando a la presentación de aborígenes de las tierras recién descubiertas como esclavos, le increpó: ¿Y quién es el almirante para hacer esclavos de mis vasallos?
Lo curioso de las Casas es que el buenismo natural de fraile, al defender a los indios, según él «de natural indolente», para que no sufrieran los rigores de los trabajos impuestos por los conquistadores, condenó a los negros a trata y servidumbre alejados de sus tierras.
Las Casas recibió de los conquistadores duras críticas por lo que consideraban exageradas denuncias por el trato dado a los indios Lo cierto es que aunque resulten molestas sus críticas, tienen los españoles motivo de orgullo al contar entre sus connacionales a una figura de indudable valor humanista. Entre los detractores del autor de la Breve relación de la destrucción de las Indias figura don Ramón Menéndez Pidal que puso en tela de juicio al fraile protector de los indios y lo calificó de demente.
En cualquier caso, resulta esclarecedora la opinión de Arturo Uslar Pietri sobre el particular: «Los conflictos de conciencia que atormentaron a España en el proceso de conquista no eran hipocresía, eran problemas reales, y lo eran por esta razón fundamental: porque los que gobernaban a España, los Reyes y sus consejeros, eran espíritus profundamente religiosos y para ellos no se trataba de infringir o de no infringir una ley escrita sino de algo mucho más grave, como era salvarse o condenarse. Para un descreído este problema no se plantea, incluso podría pensar que era pura hipocresía el que aquella gente pretendiera ocuparse de ello, pero para un Fernando el Católico, para sus cronistas y sus teólogos que discutían estos temas, era la cosa más importante que podía ocurrirles porque si resultaba que la conquista de América no estaba justificada de un modo claro, y si no podían dar cuenta satisfactoria ante Dios de ese hecho, estaban perdiendo lo más importante que había para ellos que era la salvación de su alma. No debemos perder de vista este aspecto para juzgar cómo y por qué actuaron esos hombres.»
En efecto, desde el año siguiente al descubrimiento, en 1493, la preocupación por este asunto, movió a los Reyes Católicos a solicitar lo más parecido a una autorización para la conquista. Fueron la causa de las Bulas de Donación expedidas por el papa Alejandro VI, solicitadas, entre otras, por estas dos razones: una política con la que se buscaba un título que esgrimir particularmente frente al Rey de Portugal, empeñado como España en nuevos descubrimientos; la otra de orden jurídico y moral.
Desde el inicio de la presencia española en el Nuevo Mundo se plantearon discrepancias entre las exigencias de orden militar y material y el escrúpulo de basarse tanto jurídica como teológicamente. Llegado este conflicto a la Corte, los Reyes Católicos lo asumieron como suficientemente grave y para que resolvieran conforme a derecho y principios cristianos, convocaron a las gentes más capacitadas en la materia que eran los teólogos y los canonistas.
Lo que los encomenderos hicieron es otro tema. Hubo mucho de «se acata pero no se cumple», pero las leyes que partían de la Corona, de obligado cumplimiento, en virtud de la práctica imposibilidad de vigilar su estricta ejecución, marcaron desde un principio una tendencia a emanciparse de la rigidez legalista, embrión que en su gota a gota contumaz fue creando en los españoles de América, los criollos, la idea que se concretaría con la independencia. Se ha sostenido con cierta base que la conquista de América la hicieron las indias y la independencia los españoles.
La leyenda negra y la dorada
Aquella portentosa aventura de la conquista de América, uno de los acontecimientos de mayor envergadura que haya producido el hombre, abrió la puerta a uno de los más importantes procesos de cambio histórico, conflictos culturales y desarrollo social y económico conocido hasta entonces por la humanidad.
El choque, acerca del cual se ha debatido si debe considerarse descubrimiento o encuentro, debido a la trascendencia emocional que supuso, fue el punto de partida, al margen del rigor histórico que merece, de dos leyendas: una negra y otra dorada.
La leyenda negra tuvo su origen en el rechazo hacia los españoles producto de su hegemonía en la Europa de los siglos XVI y XVII y del hecho de ser el brazo armado de la Contrarreforma. Entre las obras de falsificación histórica, la del abate Reynal se cuenta entre las que con mayor énfasis presentó como negativa la obra de los españoles en el Nuevo Mundo.
Frente a esta leyenda negra, como reacción al tétrico cuadro pintado por ésta, otra leyenda dorada, ensalzó la obra de España realizada en los tres siglos del Imperio Español de América. Tanto la negra como la dorada no corresponden a la realidad. Lo ocurrido desde que los españoles avistaron las primeras tierras de América hasta el fin de su presencia, producto de la independencia que ahora se conmemora, es más complejo que la simple conclusión de declararlo un crimen o absolverlo, concluyendo que esa época fue un paradigma de perfección y bondad. En ese horno fue cociéndose la conciencia hispanoamericana.
Es comprensible la campaña de difamación de que fue objeto España por parte de los protestantes, que tanto como posiciones religiosas albergaban motivaciones políticas frente a la hegemonía española en Europa, que conllevaba procedimientos que dieron base a diversas interpretaciones y fueron la causa de campañas para desacreditar a la primera potencia europea del siglo XVI. Sin embargo, en lo que se refiere a la obra de España en América era más difícil tergiversar la evidencia de los hechos: había descubierto un mundo al que trasladó todos los elementos de su propia cultura; había levantado ciudades y organizado reinos; la legislación en lo que concierne al trato a los indígenas supuso una innovación impregnada de humanismo cristiano; dio a conocer al mundo un descomunal espacio geográfico al que rescató del primitivismo; y no sólo utilizó las minas como fuente de riqueza sino que desarrolló una industria y una agricultura superior incluso a las de la metrópoli.
La otra cara de la moneda ofrece algunos aspectos menos ejemplares de los primeros cuarenta años de la conquista, de cualquier forma contrarrestados por la labor de misioneros y juristas, virreyes, capitanes y funcionarios de la Corona a quienes se debe la puesta en marcha de una inmensa creación política, cultural y económica.
Lo notable del caso es que, como ya hemos apuntado, fuera un español, el padre Las Casas, el propulsor de la campaña de descrédito, tan hábil y inescrupulosamente utilizada por los enemigos ocasionales de España para desprestigiarla en su conjunto. Inevitable se hace recordar las cáusticas palabras de Quevedo: «¡Oh, desdichada España! Revuelto he mil veces en la memoria tus antigüedades y anales y no he hallado por qué causas seas digna de tan porfiada persecución. Sólo cuando veo que eres madre de tales hijos, me parece que ellos, porque los criaste, y los extraños porque ven que los consientes, tienen razón de decir mal de ti…»
Paradojas de la historia: la indudable, aunque exagerada, denuncia de Las Casas, impregnada de plausibles intenciones humanitarias, fue la semilla que cayó en un surco dispuesto a recibirla, cuyo fruto fue la campaña sistemática de quienes encomendaron a sus piratas la arremetida contra los establecimientos fundados por los españoles un siglo antes de que otras potencias europeas pisaran el Nuevo Mundo, donde ya existían todos los progresos de la época, imprenta y universidades incluidas.
De aquellos días y circunstancias proceden los hispanoamericanos que ahora celebran sus dos siglos de independencia.